Todas las tardes a las seis, las puertas del establecimiento más
popular de Dunquerque, en la costa belga, se abrían puntualmente a sus
ansiosos clientes. Probablemente alguno llevaba esperando varias horas
bajo la lluvia, pero todo se olvidaba una vez dentro con la vista de una
docena de mujeres escasamente vestidas con lencería de seda que dejaba
intuir lo que se escondía debajo. Una noche de relajación, un momento de liberación,
un trance escapista para olvidar el ruido, la podredumbre y la siempre
cercana sensación de muerte que los soldados sufrían en las trincheras. No sabían cuánto tiempo les quedaba de vida,
aunque algunos tenían una idea aproximada. En la zona del Somme en
1916, la esperanza media de vida en el frente de un recién llegado, era
de seis semanas, razón de más para disfrutar de todas las experiencias
de una vida lo más pronto posible. Y la necesidad era más urgente entre
los reclutas más jóvenes, nadie quería morir virgen.
Durante la Primera Guerra Mundial, y no muy diferente a lo que sucede
en otras lides, las tropas en el frente tuvieron a su disposición una
red de burdeles aprobado, o al menos tolerados por las autoridades, como
vehículo de evasión de las miserias bélicas. Hacia 1917, un
oficial inglés investigando el fenómeno, contó 137 de dichos
establecimientos en 34 pueblos del norte y noreste francés. Tan sólo en el puerto de Le Havre, se contaron 171.000
visitas en un periodo de dos años. Para los franceses era lo más normal
que sus jóvenes soldados se relajaran en los brazos de una prostituta e
incluso el Alto Mando fomentaba los burdeles y enviaba médicos para
llevar a cabo exámenes médicos periódicos a sus empleadas. Los
británicos, siguiendo la tradición de “donde fueres haz lo que vieres”,
se hicieron de la vista gorda, aunque el Secretario de Guerra Lord
Kitchener ordenó la publicación y distribución de un panfleto en el que
advertía a las tropas de no dejarse llevar por los cantos de sirena del
vino y las mujeres. Los estadounidenses fueron aún más lejos,
prohibiendo taxativamente a sus soldados cualquier contacto carnal con
prostitutas y amenazando con un consejo de guerra a aquel descuidado que
contrajera alguna enfermedad venérea.
Como suele suceder en otros casos, las diferencias entre rangos se
mantenían a la hora de buscar compañía temporal. Había burdeles con
lámpara azul para los oficiales, y otros con lámpara roja para la
soldada, y aún dentro de cada uno se distinguían los estratos, pues los
niveles salariales de los ejércitos variaban mucho, y siendo los peor
pagados, los británicos tenían que conformarse con las mujeres menos
atractivas que los australianos, neozelandeses y canadienses rechazaban.
Muchos la consideraban como una necesidad fisiológica, pero no todos los combatientes sucumbieron a la prostitución.
Algunos se acercaban a la casa de lenocinio más cercana para echar un
vistazo y tomarse una copa, pero finalmente se retiraban sin premio, ya
fuese porque el precio exigido era muy alto, o porque la vista del
espectáculo propiciaba remordimientos de conciencia. Aún así, durante los cuatro años de conflicto, 150.000 británicos fueron tratados en los hospitales con enfermedades venéreas,
aunque no hay cifras para los demás ejércitos. Para evitarlas o
disminuir el contagio, algunos burdeles contrataban a una mujer que
revisaba a los soldados antes de pasar a las habitaciones.
Muy llamativo es el caso de muchos soldados que buscaban ser
infectados a propósito, pues aunque las molestias eran grandes, los 30
días de hospitalización alejados de la muerte en las trincheras bien
valían el sufrimiento. Ante esta demanda, las prostitutas enfermas ganaban incluso más dinero que las sanas. También existen
menciones testimoniales de prostitutas francesas que fueron
incentivadas por el Alto Mando para transmitir enfermedades venéreas a
oficiales del ejército alemán, y en algún lugar he leído que
algunas fueron condecoradas al final de la guerra, pero no he podido
confirmar este último caso. Pocos soldados dejaron escritas sus
sensaciones al visitar un burdel, pero me quedo con las palabras del
Teniente James Butlin: “Ruan ha resultado ruinoso para mi bolsillo (y
qué decir de mi moral), pero lo he disfrutado”.
En estos días que conmemoramos el centenario del inicio de la Primera
Guerra Mundial y recordamos a sus protagonistas, se me ocurrió que
faltaban entre ellos las mujeres que la historia ha ocultado. Ahora
bien, he rascado durante un tiempo en el otro lado de la tortilla, sin
embargo, si la documentación sobre el tema es bastante escaza al hablar de los soldados y sus visitas a “uno de esos lugares de intenciones diabólicas”, menos aún existe sobre la suerte de las prostitutas.
Personalmente, no he encontrado ningún testimonio femenino, y no es
difícil entender las razones, pero eso no ha evitado que hoy quisiera
recordarlas.
Fhttp://cienciahistorica.com/2014/07/10/las-maisons-tolerees-burdeles-en-el-frente/
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