Qué tienen en común un judío ultraortodoxo, un talibán afgano, un musulmán radical, un cristiano integrista, un budista o un hindú recalcitrante? No es su creencia en Dios ni en la vida eterna; no es la oración ni la congregación; no es el sentido de la culpa y de la redención sino su profundo odio a la libertad de las mujeres. A todos les da por lo mismo.
No importa el origen mítico de la creación que cada religión recrea, si el ser humano nació del barro, de las nubes o del humo. No importan los ritos que se les consagren ni el nombre con el que los invocan: Yahvé, Alá, Dios, Ngai o Popol... Todas las religiones, especialmente las monoteístas, comparten un intenso rechazo a la igualdad de las mujeres y, en sus lecturas más extremistas, una brutalidad sin límites para castigar a las que se atreven a poner en cuestión la supremacía masculina.
Por supuesto que hay grados, escalas, matices que no se pueden pasar por alto. De todas ellas, el cristianismo es la religión que ha convivido más tiempo con sociedades que han separado el poder de la Iglesia y del Estado y, aún a regañadientes, ha ido aceptando los pasos de las mujeres hacia la igualdad. No obstante, su teoría sigue inmune a los cambios sociales como nos recuerdan con frecuencia las declaraciones de obispos y de representantes religiosos sobre violaciones, pederastia, aborto o igualdad de las mujeres.
Esta semana hemos conocido que los judíos ultraortodoxos de Israel escupen a las niñas por su vestimenta, determinan en qué acera de la calle debe caminar cada sexo, segregan en los autobuses a las mujeres, las casan sin su consentimiento y las privan de toda capacidad de decisión. Todo esto en una sociedad avanzada y ante el silencio cómplice, hasta ahora, de las autoridades. El judío ultraortodoxo es intercambiable con el talibán, con el extremista islámico, con el jefe de las tribus africanas más feroces y con algún obispo español.
Frente a estas manifestaciones ultrarreligiosas, están triunfando en el mundo árabe versiones algo más edulcoradas y laxas del poder religioso. En Egipto, las mujeres que salieron a la calle en demanda de democracia, fueron detenidas y humilladas. Unas autoridades que no se consideran a sí mismas integristas, sino moderadas, las sometieron a pruebas de virginidad. Pero el mundo todavía no ha comprendido que no se puede llamar democracia a ningún sistema político que no contemple, sin restricciones, la total igualdad de hombres y mujeres. Y todavía más, que no hay prácticamente ningún sistema político confesional al que pueda llamarse auténtica democracia.
Sin embargo, nuestros gobernantes se sientan y departen alegremente con regímenes que condenan y lapidan a las mujeres, que las torturan y las esclavizan, que las privan de sus derechos más elementales como personas, desde Arabia Saudí a los nuevos gobiernos afganos. Llaman democracias a gobiernos discriminatorios y saludan avances de regímenes que tienen como costumbre segregar a las mujeres.
Hay una internacional genocida que nadie denuncia. Diariamente en el mundo son asesinadas miles de mujeres por el simple hecho de pertenecer a este género; por haber infringido las normas públicas o privadas de la supremacía masculina. Lapidadas en la plaza por haber sido infieles o apuñaladas en el hogar por el mismo motivo. Víctimas de una misma religión: la que consagra al hombre en un lugar superior al de las mujeres. Por eso, queridos lectores, no se puede reducir la violencia contra las mujeres a casos particulares, a un conflicto familiar, a fallos en la aplicación de una ley, ni cambiar el nombre del delito. Se trata de un crimen cargado de ideología, de supremacía masculina, de venganza contra la libertad de las mujeres. Las palabras importan tanto que nos definen y, en este caso, trazan una línea divisoria. De un lado, la mayoría de la sociedad, incluidos la mayor parte de los hombres, que han comprendido el horror de la barbarie; del otro lado los bárbaros y los nostálgicos de los viejos tiempos.
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