Zona canalla, la parte oscura de Barcelona
Por Sergio Farras, escritor tremendista
Rambla abajo, con las manecillas del reloj marcando pasada la medianoche, el paseante nocturno se sumerge en esa parte de la Barcelona canalla y viscosa. Ésa, que no siempre está a la vista y que no sale en las guías; pero que existe y que se revela con la oscuridad de los dominios de la medianoche, no pudiendo evitar vislumbrar la sombra de un Pepe Carvallo, que parece que todavía trotara por estas calles que tanto le inspiraron.
El verano llega con la canícula y los deseos más libidinosos y carnales le acompañan. Son ya las cuatro de la madrugada, las luces de los locales de ocio y de las terrazas de la Rambla barcelonesa comienzan a recogerse. Observo desde la luz de una farola poco iluminada, y veo una figura a media lumbre que parece una joven prostituta que anda medio desarropada. Es un callejón del mercado de la Boquería, estrecho y maloliente. La prostituta está entre unas cajas de madera, apoyada en una pared sucia como la mugre. Es una prostituta que está haciendo señas para que se arrime a su vera un posible cliente. Un hombre qué la ve, se le acerca, se oyen unos susurros, negocian el precio a la baja, probablemente regateando y ajustando el ratio del descuento de sobre unos veinte miserables euros.
La prostituta por su aura descarada y lasciva atrae al posible cliente a la luz de sus dominios, desarmándolo con esa mirada pícara, ese gesto descarado, ese olor a piel trotada por la áspera noche, que no es piel canela, sino escamada y castigada por el calor asfixiante y curtidor. Sus jóvenes muslos vistosos y fornidos sobresalen recortados por una minifalda de las baratas, un top que sus pechos aprieta con más deterioro que gracia y unas medias desgarradas y sobadas, son todo el atuendo para su falsa opereta. Retando a la ley que prohíbe la prostitución en la vía pública, que lleva pena y sanción para cliente y prostituta. Como si fuese la norma que todo lo ha de curar. Pero al cliente habitual u ocasional, tan liviana disposición no lo detendrá de su artimaña. Porqué es esa hora, ese momento; a eso que va de las cuatro a las cinco de la mañana, donde los demonios que se llevan dentro se manifiestan y se expulsan por el prepucio. De aquellos que no han “ligado”, ni han sabido ser buenos cortesanos, o que la vanidosa fortuna les ha dado la espalda y, de qué esta noche: “ná de ná”. Por eso, deambulan algunos probables clientes desorientados Rambla abajo, unos más ebrios que otros, probablemente alguno que vaya lúcido y todo, buscando poner fin a su lamento e instinto animal, con el sufragio de apoquinar por la flaqueza que le corroe sus entrañas.
Prostituta y cliente han llegado a un acuerdo, ya están medio vestidos, medio desnudos, fornicando como conejos. Ella, apoyada en la sucia pared de pringosa roña, él dando embestidas en el aire, aprisionándola con su sudoroso cuerpo que se tambalea mientras intenta cumplir con las labores del amante errante. Rebotan por las paredes los gemidos fingidos, y no hay guardia ni autoridad que detenga el momento. Igual, es que es una ley todavía muy tierna, una ley que se puede incumplir y todo. Una norma que no puede frenar ni sujetar con las correas del legislador el placer de los vicios más oscuros.
Y todo esto me lleva una reflexión: qué el instinto de la necesidad primaria e irreflexiva supera a la de las leyes de los hombres justos, que desde los ayuntamientos y administraciones intentan retar a la naturaleza primitiva; del morbo y del oscuro deseo del copular por previo pago en la fornicaria vía pública.
A las seis de la mañana, cuando el sol comienza a despuntar en la Barcelona cosmopolita e internacional, es hora de pasar cuentas. El macarra inquisidor exige su tasa para amortizar su canallada, y la ramera paga su tributo con trémula mirada. Es un Pedro Navaja de pacotilla y venido a menos, que vigila a la prostituta callejera sin que el cliente se dé cuenta. Y qué igual, a este, tampoco le interesa ni le importa. Porque el cliente ha cumplido como un macho, como un semental callejero y brabucón, sabiendo que probablemente nunca tenga que dar explicaciones a nadie. Y la suerte de la prostituta y del arrogante macarrón, no le invadirán su conciencia ni le espantará su mañana. Él, sólo es un cliente, y aunque pueda ser multado y sancionado, correrá el riesgo que igual acompaña a tal acción, como un binomio de peligro y de placer a la vez.
El sol comienza a rozar el horizonte barcelonés, mientras los servicios de limpieza municipales empiezan a regar las calles del asfalto madrugador, como queriendo quitar esa capa maloliente bajo un barniz que casi nadie quiere ver ni tampoco respirar. Pensando así, que podemos borrar el rastro de la penuria y la ruindad. ¿Somos hipócritas en una sociedad que intenta esconder sus miserias? ¿Es el señor Conceller de Interior caballero de luchas impías?
Saliendo hace pocos días, calientes de los despachos institucionales, dos iniciativas polémicas sobre el control de la prostitución en la vía pública. Una de ellas en forma de ley y la segunda, como ordenanza municipal. Todo esto parece que acabará en una norma veraniega de más apaño que solución cabal. Como una huida hacia adelante de los políticos, que no saben por donde coger tal situación endémica y espinosa que se les clava en sus despachos como un cactus punzante, y que hace años que les irrita. Y de una ordenanza municipal dudosa e igual inocua, como una especie de placebo legal, que acabará retroalimentándose con el eterno debate que siempre acaba persiguiendo sombras.
Porque la prostitución callejera sigue y continúa ejerciéndose en Barcelona a pesar de sus normas y sus leyes que la desean derogar para siempre. Porque ésta, se resiste por ser conducta ligada a la condición humana. Quizás de momento estos días más discreta, quizás más disfrazada, quizás más prudente de lo habitual. Pero las prostitutas siguen con su praxis y su oficio que dibuja un cuerpo insinuante y cachondo ofreciéndose en cada esquina, en cada rincón de unas calles determinadas y conocidas de la ciudad. Algunas prostitutas también se indignan –como los del 15M-, y muchas desean seguir ejerciendo su oficio como un servicio a la comunidad -incluso algunas con el apoyo de sus vecinos-, para apagar las necesidades de la criatura entre los desprecios de otras gentes de la ciudad, cómplices con sus miradas que las rechazan con sus juicios de argumentos dudosos.
Unas por necesidad, otras por obligación, pocas por convicción y vocación. Unas en hostales de tullidos y roídos catres, otras en un rincón sucio callejero de olores combinados. Las prostitutas saben que algunos hombres las necesitan, que son el último recurso de una noche que se ha torcido, una noche que se ha resbalado por el deseo más maquiavélico y engañoso. Y también, sin duda, no olvidar ni amparar a su clientela de día, para aquellos que la noche les es negada y no les deja deambular como al solitario lobo urbano y nocturno.
Mientras, la ciudad vuelve a despertarse para volver a su ser natural, y las prostitutas callejeras se retiran a su camastro para probablemente llorar en su soledad, o pensando qué; casi todo les da igual. Porque dentro de unas horas, al encenderse como es costumbre otra vez los neones de la parte baja de la Rambla barcelonesa, tendrán que volver a salir a buscar a esas almas instintivas, y qué cómo si se tratara de una montería, deambulan cada noche por el centro de la ciudad. Mientras, el gato callejero y discreto, si le peguntan dirá qué él, no ha visto nada.
El paseante nocturno quiere pensar que todo esto no sea opereta ni comedia para desviar el curso del río de aguas lascivas, para barrer y allanar camino de higienizar y desinfectar Barcelona para el beneficio de una futura Eurovegas, que como una gran superficie del vicio más lustroso, desean hacer negocio con lo mismo pero vistiendo de gala el escenario, que de pisar calle pasarían a pisar tablas. Y probablemente, los actores interpretarían la misma función, donde se cambiaría la coreografía pero no el fondo de la cuestión.
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