En casa de mi abuelo materno se leía “El caso”. En la de mi abuela paterna se escondía en cajas una magnífica colección del “Blanco y negro”, fundado en 1891 por D. Torcuato Luca de Tena y que décadas más tarde dio origen al actual periódico “ABC”. Si mi memoria no me engaña aquellos ejemplares fueron editados en los años veinte. Pero como la memoria suele proyectar una película falsa en nuestra pantalla íntima, lo mismo se trataba de números facsímiles editados con cualquier motivo aniversario. Yo preferiría que esta hipótesis fuese cierta porque, niño travieso y montuno, recorté las fotos y destrocé los ejemplares. Si la humanidad se extinguiera y aterrizara una nave espacial llena de antropólogos marcianos que descubriesen una hemeroteca con esos dos periódicos, la imagen universal de aquella España quedaría como vestido de novia en fábrica de betún. Recuerdo, y aquí mi memoria no desbarra, las historias gráficas del sacamantecas, un tipo que infectado por tuberculosis acudió a un curandero quien, lleno de la ciencia que ventea por los secarrales ibéricos, recetó al enfermo que matase a un niño gordo, se bebiera su sangre y se colocase las mantecas del chaval sobre el pecho durante unos días. Entre la nebulosa alcanzo a ver algunas fotos de un militar viudo que mató al novio de su hija y ente ambos lo intentaron quemar en el fogón de casa. En “El caso” las informaciones se habían vuelto más ordinarias según mi gusto. Nada de brujerías sanguinolientas ni asesinatos con regustos incestuosos. Aquella España de las vías de desarrollo no podía competir contra la parafernalia borbónica de Alfonso XIII. La exclusividad aristocrática contra la ordinariez del capitalismo incipiente. Demasiado atraco a bancos en portada y algún que otro crimen pasional. El Lute protagonizó en grado extremo aquella máxima del periodismo académico: la noticia no existe, hay que crearla. Pero también encarnó en grado tal vez más extremo aquello de que nunca dejes que la realidad te arruine una buena noticia. Sostengo que es mejor que el papel se destruya porque esos posibles antropólogos marcianos se iban a llevar una idea muy rara de la España del siglo XX.
Como salpicado desde cualquiera de aquellos lodazales informativos que tanto abundaban en la putrefacción, leí la semana pasada que una madre obligaba a sus hijas de unos catorce años a prostituirse en Madrid. Los familiares de las chicas, se ve que bastante emprendedores, intentaban montar una banda de proxenetas con el sonoro y ridículo nombre de los “Brigadas negras” para controlar a las prostitutas callejeras de un polígono industrial. Y claro comenzaron la empresa con lo que tenían más a mano. Este asunto tiene una cierta relación con otras bandas como la que saltó a los titulares porque tatuaba en la muñeca de sus mujeres la cantidad que debían junto a un rudo código de barras como signo de modernidad. A veces, sus prostitutas no podían ir a ganar dinero porque estaban demasiado marcadas por las golpes, y una de ellas permaneció encadenada a un radiador sin comida ni agua hasta que la policía la liberó. Las catacumbas de lo sórdido pueden ser tan hondas como la imaginación de los humanos quiera. Las normas municipales y otros códigos legislativos buscan que la prostitución no se convierta en un problema para el ciudadano que padece el espectáculo a la puerta de su taller o frente a la ventana de su casa. Bajo el paraguas de esta excusa en muchas zonas de España se pretende una prostitución invisible. Mientras más oculta esté menos controlables serán las mafias, las familias y la clientela depravada que busquen la esclavitud y el daño de unas mujeres que intentan sobrevivir a circunstancias que nadie es quien para juzgar. Si los problemas sociales se atienden sólo como cuestiones de orden público, volveremos a las imágenes de la España de El Lute, del sacamantecas y de aquellas aguas fecales informativas que fluían impetuosas por falta de un mínimo alcantarillado moral y un andamiaje ético.
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