viernes, 18 de julio de 2014

Grisélidis Réal: escritora, pintora, prostituta. La vecina de Borges en un cementerio de Ginebra

Grisélidis Real ha sido y es mi principal referencia, la que me dio, juntamente a Marga Carreras y Valeri Tasso, el coraje para dejar de sentir miedo, vergüenza y culpa, plantó cara juntamente a compañeras suyas, para luchar contra la violencia de los clientes y la polícia..y es más no es que ella sea la vecina de Borges, sino que Borges es el vecino de Grisélidis...

Montse Neira, prostituta y bloguera y escritora.

http://www.fronterad.com/?q=griselidis-real-escritora-pintora-prostituta-vecina-borges-en-cementerio-ginebra

Renée Kantor - 17-07-2014

Sobre una de las lápidas del prestigioso cementerio de los Reyes en Ginebra están grabadas estas tres palabras: Ecrivaine, peintre, prostituée y, entre paréntesis, dos años: 1929-2005. En la sepultura reposa Grisélidis Réal, rodeada de otros muertos lustres, como el escritor Jorge Luis Borges y el teólogo protestante Juan Calvino. Justo ella, la puta anticalvinista, que deseaba permanecer bien lejos de la “terrible religión judeocristiana y su noción hedionda del pecado”. La muerte permite que suceda lo inesperado: que el cielo y el infierno se junten. Aunque estar enterrada allí haya sido su deseo, que se cumplió el 9 de marzo de 2009, cuatro años después de su fallecimiento. Una última burla, una epifanía explosiva, dirigida a la Suiza biempensante y calvinista que lo vivió como una profanación.

Escribir sobre Grisélidis Réal (escritora, pintora, prostituta) es reunir los datos de varias vidas y construir con ellas otra vida que no se asemeja a ninguna. De ella se ha dicho y escrito de todo. Dicen que estaba loca. Que era un genio. Dicen que era autoritaria, agresiva y vulgar. Que era una humanista, una maldita. Grisélidis, alguien siempre al borde pero ¿al borde de qué? ¿Quién era Grisélidis Réal? ¿Quién fue esta mujer con nombre de actriz trágica griega, aspecto de gitana y voz rugosa? ¿En el pequeño demonio de Egipto, país donde pasó su infancia, cómo la llamaban de niña? ¿Una puta revolucionaria ?¿Una idealista ingenua ?

—Una puta iconoclasta al borde del quebranto.

Así la definió Yves Pagés, responsable de la editorial francesa Verticales, en el prólogo del libro Mémoires de l’inachevé (Memorias de lo inacabado), una recopilación que reúne sus cartas escritas entre 1954 y 1993. Un intercambio con personalidades de renombre como el escritor suizo Maurice Chappaz, un interlocutor esencial; con una de sus dos hermanas menores, con sus numerosos amantes. Una conversación literaria por momentos irascible, por momentos lírica. Una forma de autobiografía epistolar. En sus cartas pasa sin pausa del arrebato a la desesperanza, de un elogio ardiente y vivaz a la convicción de que “la vida es un asesinato permanente”.

—Creo que las cartas eran un pretexto para lanzarse a la escritura. Grisélidis era un ser que se guiaba por el deseo. No era alguien capaz de escribir en el vacío, ella escribía dentro de una relación. No escribía para cautivar literariamente, ella escribía para seducir a alguien. Estamos cerca de la novela libertina del siglo XVIII por sus descripciones de época y sus confesiones íntimas –explica Pagès desde París, por  teléfono.

Grisélidis Réal nació en Lausana, Suiza, en 1929. Murió setenta y seis años más tarde reivindicando toda su vida dos profesiones: prostituta y escritora. Hija de profesores, un padre helenista que falleció cuando ella tenía nueve años, pasó su infancia en Egipto, en Alejandría donde su padre –Walter Réal– era director de la Escuela suiza. “Tuve la posibilidad de tener padres intelectuales”, dirá ella al evocar su infancia. Al morir su padre, ella y sus hermanas menores –Corinnne y Viviane– recibieron una educación rígida y opresiva por parte de su madre, galerista en Ascona, un pueblo suizo. “A su madre le costaba mucho manejar a sus tres hijas”, cuenta Igor Schimek, su hijo mayor. “Ella tenía un modo muy abusivo de examinar el cuerpo de sus hijas, incluso sus partes más íntimas. Para mí se trata claramente de un abuso sexual”. Es que cada noche sucedía algo que iba más allá del sometimiento. Gisèle Réal Bourgeois obligaba a sus tres niñas a ponerse en fila sobre la cama, con las piernas al aire y abiertas para inspeccionarles el sexo. “Ah, está rojo. Serás castigada”, le decía a su hija mayor, Grisélidis, la única traicionada por ese color acusador. Cuando amainaba la presión incesante de su madre, era en la escuela donde la llamaban el demonio de Egipto. “Es mala, toma un látigo o una correa, le pega a sus hermanas y luego les cuenta historias de dragones y de brujas para darles miedo, las hace sufrir y les impide dormir”, se puede leer en su libreta escolar, transcrito en el prólogo de uno de sus libros.

También fue su madre quien la llamó Grisélidis –un nombre suave y sonoro– inspirándose en un cuento en prosa de Perrault, La marquisa de Salusses o La paciencia de Grisélidis, la historia de una granjera que se casa con un príncipe locamente enamorado de ella. Pero Grisélidis no tuvo esa suerte. Los padres de sus cuatro hijos la olvidaron. No hubo príncipe azul que la rescatara sino un breve paréntesis de paz mientras estudiaba en la escuela de artes aplicadas de Zúrich. Luego se instaló en Ginebra, donde se casó a los veinte años. Tuvo a su primer hijo a los veintitrés (Igor), se separó de su marido y tres años después, con otro hombre, tuvo a su única hija (Éléonore); luego nuevamente un hijo (Boris) junto a su primer marido y al año siguiente dio a luz al cuarto niño (Aurélien). Con solo treinta años era una mujer con cuatro niños de tres padres diferentes. Una madre sin recursos, que pierde y recupera de manera intermitente la guarda y custodia de sus hijos, que estarán o en casa de sus suegros o en familias de acogidas o en institutos.

—Grisélidis era una persona extrema, alguien que ha ido muy lejos en sus elecciones –explica Pagès–. Era una mujer terriblemente contradictoria: una madre capaz de sacrificarlo todo por sus hijos, pero que cuando los recuperaba sentía que no podía más y los daba. Yo diría que era la misma relación que tenía con la prostitución, ligada a la autodestrucción. Lo que me gusta, lo que me atrae de ella, es justamente la presencia de esas pulsiones contrarias. Era un ser impuro, en el sentido de que no era completamente una madre, ni completamente alcohólica, ni completamente una prostituta, ni completamente escritora o pintora. Era una aventurera.

En Confession d’une ancienne prostituée (Confesion de una antigua prostituta), su propio elogio fúnebre escrito en 1999, se lee: “Sí, he vivido y sobre todo me desintegré demasiado pronto, por todo: por haber muerto de hambre, por la ausencia de mi padre, por la presencia de una madre demasiado severa y sin embargo muy cariñosa, reventé por mi tuberculosis, por mis fracasos escolares, por la angustia delante de la policía, por las noches en busca de dinero, reventé de amor. Sí, he tenido cuatro niños, por casualidad, porque en aquella época la píldora no existía, y he estado embarazada once veces y todas las lágrimas del mundo no resucitarán a esos pobres embriones inocentes, masacrados a golpes de abortos más o menos oficiales y sangrientos, el último en prisión”.

¿Cómo entender esas líneas tan crueles? ¿De dónde colgar esas palabras cuando se es hijo?

—Creo que ella era un genio y también, como dijo el periodista Jean-Luc Hennig, quien la conoció muy bien, creo que Grisélidis estaba loca. Pienso que tenía un problema de personalidad, que era probablemente borderline. Tal vez haya encontrado en su forma de vida una manera de poner allí todo su talento y su energía en un combate que le ha permitido no enloquecer del todo. Grisélidis es alguien por quien yo tengo un enorme respeto. Me parece que al final de su vida adquirió una gran estatura como figura, una mayor trascendencia. No por el reconocimiento social, sino por sus reflexiones. Estoy muy orgulloso de mi madre, del ser humano que ha sido.

Esto dice Igor Schimek, 62 años, por teléfono, desde Vétroz, un pueblo suizo de cuatro mil habitantes. Hijo mayor de Grisélidis, fruto de su matrimonio con un joven pintor, Sylvain Schimeck. “Fue –afirma Igor sobre sus padres– un amor loco que terminó mal”. Para Igor, el encuentro con su madre –con esa madre– fue como saltar al abismo. Él la comprende, la estudia, como quien observa las caras de un poliedro. Pero también, como quien intenta descifrar las múltiples metamorfosis de la locura.

—Conocí a Grisélidis cuando acababa de cumplir mis diecisiete años. Ella me abandonó, me entregó a los seis meses a mis abuelos paternos porque, todo hay que decirlo, fue un abandono a pesar de las dificultades que tenía para educarme y para que no le quitaran la custodia. Mi padre jamás se ocupó de mí y mis abuelos impidieron todo contacto con Grisélidis. Tenían buenaa intencionwa, pero no creo que haya sido la mejor decisión.

A lo largo de la larga conversación telefónica, Igor llamará a su madre por su nombre: Grisélidis. “Jamás le dije mamá. Éramos como dos viejos amigos”. Antes del encuentro con su madre durante la adolescencia, Igor recuerda haberse cruzado con ella una o dos veces, cuando ella intentaba un acercamiento a escondidas. “Yo estuve muy traumatizado por el abandono, me ha costado mucho enamorarme y ser un compañero eficaz, ya que tenía un gran litigio que resolver con las mujeres”. Igor es el único de sus hijos que aceptó ofrecer su testinonio. Sus otros dos hermanos aceptan, a veces, entrevistas “aunque viven de un modo muy marginal. Yo soy el más normal de los cuatro”. Pero el gran misterio es Éléonore, su única hija, quien jamás aceptó hablar públicamente, la única que lleva el apellido Réal, ya que su padre no la reconoció. Cuando Igor habla de su hermana lo hace con una ternura arrolladora, pero su voz refleja inquietud. “Éléonore –dice Igor– ha idealizado mucho a Grisélidis durante su adolescencia y quedó prisionera de un modelo que no le es posible ni imitar ni superar. Tal vez no acepta participar en reportajes porque no quiere hablar mal de Grisélidis, pero tampoco quiere hablar bien. Ella no logró existir por sí misma”. Éléonore no logró liberarse de su propia biografía. Pero no fue la única. Sean valientes, combatientes, luchen contra la injusticia social, sean artistas. Ese fue el mandato que Grisélidis lanzó a sus hijos. Y de alguna manera –como pudieron– la escucharon: Igor es músico amaficionado además de educador especializado, Éléonore pinta, Aurélien es músico profesional, Boris esquivó el precepto artístico y vive alternativamente de un empleo de chofer o de trabajos esporádicos.

“Grisélidis no era especialmente aplastante, pero tenía una personalidad que no facilitaba la realización personal de sus hijos”. Tal vez, como dice Igor, no haya sido aplastante pero fue, sin duda, una mujer abrumadora. Actuó, habló, escribió, desde el hogar de los disidentes, de los malditos, de los que vivieron una infancia arrasada y a los que supo consolar gracias a “la compasión, la elegancia y al conocimiento duramente adquirido del alma y del cuerpo humano”. Grisélidis fue alguien capaz de saltar sobre el espacio ciego de la cárcel, la prostitución, la falta de dinero, los hijos dispersos, sin que aquello le haya impedido escribir, bailar, militar, amar. Alguien decidida a habitar un lugar en el que “ningún acto es razonable si no es sucitado en el fondo de nosotros mismos por nuestros deseos escondidos”.

En el documental Prostitución, filmado en 1976 por Jean-François Davy, se ve a Grisélidis en su pequeño apartamento de la rue du Cherche Midi en París, una superficie exigua donde se amontonan almohadones, libros y algunas plantas, todo envuelto en una humareda y arrullado por la música cíngara. Se la ve hermosa con su pelo negro largo y espeso, sus rasgos serenos. Baila rodeada de hombres y mujeres que la observan como devotos frente a la sacerdotisa de un culto divino. En un momento, fija su mirada como una flecha y enuncia el carácter casi sagrado de su misión: “Quiero que las putas puedan follar libremente, en cualquier lugar, en la estratosfera, en donde sea con tal de que estén contentas. Lo que yo quiero es la li-ber-tad”, dice y ríe como quien arroja un rugido al aire. La que habla es la puta revolucionaria. La militante.

Pero no siempre fue así.

En Zúrich, donde estudió arte y decoración durante los primeros años de la década de los 40, llevó adelante una vida bohemia en la que el amor dejó sus marcas. “Soy tan feliz de ser débil, a merced de mis instintos, que me siento libre como los planetas”, escribió en una de sus cartas. Años después, en 1952, regresó a Lausana donde se suceden casamiento, hijo, divorcio, amantes, más hijos. Se ganó la vida como podía: modelo de pintores, telefonista, camarera, venta de pañuelos de seda con sus propios dibujos. Hasta que en 1961, a sus treinta y dos años, rompió el círculo de los trabajos precarios, de la vida que se deteriora, de los interrogatorios, de los expedientes, de mentir “cuando hace falta” a las asistentes sociales, a los jueces, y huyó de Suiza sin dinero, con dos de sus cuatro niños (Éléonore y Borís) y un negro americano salido del asilo. Juntos viajaron a Alemania. Se instalan en el barrio de artistas de Múnich- Schwabing, y para sobrevivir da sus primeros pasos en la prostitución bajo el seudónimo de Mimí. “La prostitución se presentó como una suerte de derrota. No tenía elección. Tenía que comer todos los días”, dirá en una entrevista en 2002.

En sus comienzos Grisélidis Réal no estaba convencida de hacer un trabajo de utilidad pública, la vocación le vendrá sólo con el tiempo. En una carta dirigida al periodista y escritor francés Maurice Szafran, escribe: “Lejos de ser un placer es más bien una tortura, la demolición del alma y del cuerpo. Cada mañana, al amanecer, cuando me acuesto, agotada, me parece que un rebaño de puercos me pasó por encima, que me pisotearon, magullaron, babeado encima, escupido en mi cara, en mis ojos, en mis orejas, en mi boca. Es una sensación de humillación y de horror que me empujaría, más allá de la náusea, hasta la muerte. Si me dejara llevar podría fácilmente, muy fácilmente, matar. Ves, no estoy hecha para esto, y si no tuviera niños, robaría, mendigaría más bien”. Pero su discurso pronto cambiará. Si antes afirmaba que “desnudarse hasta el hueso, así, delante de la muchedumbre, es terrible”, a comienzo de los años 70 afirmará que “la prostitución es una ciencia, un arte, un humanismo…”.

Claro que todo eso vendrá luego.

Entre tanto, como Sísifo, Grisélidis fue condenada a empujar su enorme piedra cuesta arriba. Una y otra vez. En 1963 pasó siete meses en una cárcel de Múnich, acusada de haber vendido droga a soldados americanos. “La vida en la prisión continúa. Afuera, la primavera maravillosa, deslumbrante, jugosa, se desparrama en nosotros y apenas podemos percibir una pizca dentro de las celdas”, escribió en su diario de prisión Suis-je encore vivante (Todavía estoy viva). En esa época se siente cerca de escritores como Henry Miller y devora Diario del ladrón, de Jean Genet, “escritores capaces de hacer frente a todos los agentes de Calvino”. Leer la alejaba de la soledad y escribir la salvaba de la marginalidad. En una carta dirigida a su primer editor, Bertil Galland, explica por qué escribe: “para hacerme bien y no asfixiarme, porque en la vida no se puede aullar, morder ni matar para vengarse de ciertas cosas”. De vuelta en Ginebra, a finales de 1963, llevará adelante y dando tumbos, la doble vida de prostituta y –siempre que los servicios sociales se lo permitían– de madre. Se instaló en el barrio Pâquis, conocido por sus putas, sus incendios, sus proxenetas y las borracheras. Sobre la puerta de entrada de su apartamento colgó un cartel con la inscripción Solange–cortesana. Allí recibía tanto a los obreros turcos, españoles y marroquíes, como a la alta burguesía suiza, hombres que “nosotras salvamos del suicidio y de la soledad, aquellos que encuentran en nuestros brazos y en nuestras vaginas el impulso vital del que se les frustra en todo otro lugar”.

Ahora bien, a partir de 1969 sucede algo. Grisélidis deja de ejercer la prostitución gracias a una beca destinada a escribir su primera novela, Le noir est une couleur (El negro es un color), que se publicará en 1974 en la editorial Galland. Es un texto autobiográfico donde narra los dos años (1962-1963) de su desbordada vida en Múnich. Su huída a Alemania junto a un amante esquizofrénico, donde descubre el jazz, los cabarets nocturnos y semiclandestinos, la prostitución, la droga y la solidaridad de las familias gitanas supervivientes de los campos nazis que viven en terrenos baldíos de la ciudad alemana. “Con un júbilo salvaje abandoné todo: la pequeña vida triste y tranquila, las sesiones de modelo para los pintores, la furtiva miseria de cada día”. Pero sobre todo relata su encuentro con Rodwell, un soldado negro americano con el que vivirá una pasión devoradora: “Sí, nos hemos amado, nos hemos drogado, nos hemos destruido bajo los gritos roncos del jazz”, se lee en el prólogo.

—Grisélidis describe con gran precisión la complejidad del alma humana. Los extremos a los que se puede llegar. En 1966 viajó a Estados Unidos, donde recorrió los barrios negros de Chicago para intentar encontrar a Rodwell, de quien no tiene ningún dato y por quien mantiene una pasión intacta. Este tipo de aventura sin sentido muestra hasta qué punto ella era capaz de llegar, sin medir las consecuencias –afirma Yves Pagès.

Grisélidis escribía, siempre, en todo momento, en toda situación, sin parar. La escritura fue una maldición necesaria sin la cual no había supervivencia posible. “El único amor que nos queda es una hiena silenciosa que nos roe las tripas. Sí, eso es escribir”, dice en una de sus cartas. Fue el periodista y escritor Jean-Luc Hennig quien la descubrió cuando buscaba testimonios para escribir sobre la prostitución masculina y terminó siendo el autor de varios libros sobre ella, el primero en darse cuenta de que estaba frente a una escritora epistolar. Fue él quien le propuso intercambiar una correspondencia que luego recopiló en un libro llamado La passe imaginaire (El polvo imaginario). “Usted –resumió Hennig– no escribió, como leí, para sublimar su condición de prostituta. Usted, simplemente, escribía para sobrevivir. Que es el único modo de escribir. A la vida, a la muerte. Escribir para no morir, prostituirse para no morir, fue su gloria”. A Grisélidis, como un bosque que se regenera cuando arde, la escritura le permitió resistir.

Pero a pesar de haber dejado de ejercer la prostitución en 1969, las cosas no mejoraron. La vida le reservaba una nueva pasión bajo las garras de un gigoló tunecino violento, alcohólico, ladrón, mentiroso y homosexual que le declara su amor a través de los barrotes de una prisión. Lo conoció gracias a una amiga cuya pareja compartía su celda con Hassine Ahmed, así se llamaba. Con él comenzará una larga correspondencia. Le escribirá un total de ciento cincuenta cartas, pero ya en la mitad de su correspondencia, y sin haberse visto ni una sola vez, le declarará que es el amor de su vida. Luego irá a visitarlo y allí comienza una pasión fulgurante, que se prolongará durante varios años cuando Hassine recobre su libertad. Fue un amor apasionado, diabólico, como lo demuestran frases como: “Mátame Hassine. Ponme en el fondo del pozo de tu mirada, hazme zozobrar de tu soplo furioso que me desgarra y me asola como un fuego en la selva”, o “… me quedo, Hassine Ahmed, niño perdido al que se encerró demasiado [escribió después de vivir uno de esos momentos de los que no se vuelve]. Me quedo llorando y temblando, reflejada en tu cuerpo de donde me viene todo el dolor y el amor. Y tú también lloras pidiéndome perdón”. Jean-Luc Hennig describe en el prólogo al libro Griselidis Courtisane (Grisélidis cortesana) que ella llevaba sujeta en el pelo una hebilla con forma de estrella de mar para esconder los huecos calvos que le dejaba su amante al arrancarle los mechones cuando estaba ebrio. La pasión por su verdugo, este gigoló borracho y violento, le costará caro. “Increíblemente, entre tantas otras cosas, Grisélidis fue una mujer golpeada. Además de su ingenuidad, de su inconstancia, ninguna lección le sirvió jamás” –explica Yves Pagès–. “Para ella era vital vivir una aventura hasta el límite de lo soportable, a pesar de correr el riesgo de quemarse las alas”. Grisélidis vuelve a ser rehén de su propia autodestrucción. Sin embargo, a pesar de haber hecho casi todo en  contra de sí misma, la frase “hay que vivir. Yo adoro la vida”, fue su lema.

Grisélidis se situaba fuera de las fronteras morales, al margen de los “juicios piadosos” de una “Suiza biempensante”. En los años 70, la escritora se unió a los movimientos de lucha de las mujeres y de las prostitutas sumándose a la llamada Revolución de las prostitutas, que tuvo lugar en París cuando quinientas putas ocuparon la capilla de Saint-Bernard pidiendo el reconocimiento de sus derechos. Exactamente en 1977 vuelve a la calle, “aunque nada la obliga. Sus hijos se muestran estupefactos ante esta decisión”, explica Pagès, “ella se dice que es suficientemente fuerte, que ya publicó un libro y que supo darle un discurso a la rebelión de las prostitutas y que haría, a partir de ese momento, algo diferente, menos doloroso. Para ella, entonces, se trataba de un desafío estético, político y sexual. Grisélidis modeló su destino y consiguió hacer de su lucha un arma de vida. ¿Cómo lograr emanciparse de la desgracia cuando se tiene, como ella, una profunda alergia a la obediencia, a los límites, a los imperativos del mundo del trabajo y al conformismo social? Va a utilizar, a la vez, el arte, la prostitución, sus amores, la amistad, todos los instrumentos que tiene en sus manos, para ser ella misma”. Ella eligió de qué lado de la frontera estar.

—Grisélidis retoma su actividad de prostituta y se da cuenta de que es una elección vital más interesante el hacerlo teniendo otra aproximación a este oficio, y así nace la Grisélidis militante, la que todos conocen, que afirma que “la prostitución es un arte, un humanismo, una ciencia”. Tanto yo –recuerda Igor, su hijo mayor– como mis hermanos tuvimos que soportar su lado militante, que rápidamente nos cansó. Nosotros no queríamos ser los seguidores de una militante que pelea por los derechos de las prostitutas, nosotros solo deseábamos tener una mamá. Pero hay que reconocer que como madre no fue muy eficaz porque invirtió toda su energía, su inteligencia y su alma, en su militancia. Ir a su casa era salir inundado de folletos, escritos, fotocopias sobre el tema, aunque yo le decía que no me interesaba para nada.

“En cuanto a mí, de vuelta a la acera y considerando que es una acto revolucionario, ahora tomo mi placer donde lo encuentro, habiendo por fin desembarazado mi cuerpo y mi espíritu de todos esos viejos tabúes: pureza, esponsales, matrimonio, fidelidad ¿a qué? ¿a quién? Al cubo de la basura educativa…”, escribió en 1977 en la revista alternativa Marge.

En esos días, ella veía a algunos de sus hijos durante los fines de semana. Recibía a sus clientes –o a sus “amantes”, como le gustaba llamarlos– en su casa. “A veces traían regalos para mis hijos. Había amor aunque también había violencia”. La libertad extrema, radical. Esa fue su elección.

—Fueron mis hermanos los primeros en hablarme sobre el métier de Grisélidis. En ese momento no me importó, ya que estaba feliz del reencuentro con mi madre –cuenta Igor–, nunca la juzgué aunque discutíamos mucho. Ella me transmitía su visión anarquista, contestataria. Yo no compartía su mirada, me parecía que el ejercicio de la prostitución era lo opuesto a la autoestima. Para ella, yo expresaba la misma opinión que el enemigo, por eso tratábamos de evitar el tema. En aquella época, yo no tenía ganas de llevar la etiqueta hijo de una prostituta. Estaba harto de tener una vida marginal, precaria. Solo luego de su muerte comprendí que hay mujeres que pueden ejercer este oficio con convicción y sin hacerse daño.

Otras mujeres eligieron escribir, en primera persona, su experiencia en los bordes del abismo. Como Albertine Sarrazin, una escritora francesa muerta cuando solo contaba veintinueve años, autora de La fuga, donde relata sus años en la cárcel. “Pero –aclara Yves Pagès– su escritura se acerca al testimonio sumado a un poco de lirismo. No es el caso de Grisélidis que, a través de sus escritos, interroga a la figura del artista, al deseo de absoluto”. Su naturaleza la llevaba a los excesos. Mucho antes de hacer la calle –sus primeras cartas lo atestiguan– Grisélidis Réal cedía a sus demonios, multiplicaba sus amantes, se emborrachaba con vodka en las discotecas, bailaba y resolvía sus penas de amor vaciando botellas. Su salud era sumamente frágil. Contrajo todo tipo de enfermedades venéreas, como la sífilis, que curaba con “una mezcla de penicilina y tres vasos de tinto”, escribe Hennig.

Grisélidis fue excesiva y singular hasta en la organización de su trabajo. El deseo de orden y clasificación es lo primero que sorprende al abrir Carnet de bal d’une courtisane (también conocido como El carnet negro). Una suerte de trastienda sexual. Se trata de la relación de los usos y costumbres de sus clientes, que Grisélidis registró de una manera descarnada y bajo un estricto orden alfabético, durante casi 20 años (de 1977 a 1995). Fue su memoria auxliliar. Este cuaderno se publicó por primera vez en 1979 en Le fou parle (El loco habla), una revista cultural en la cual participaba el escritor Georges Perec, donde fue presentado como una especie de texto enumerativo y como un documento casi psicosociológico sobre la práctica de los amores de pago. “El efecto en serie, el lado alucinante de la repeticion. Este parentesco con el arte contemporáneo y con el oulipisme –movimiento literario de los años 60 que erigió la imposición de límites a la escritura en una forma de creación– me sedujo”, cuenta Pagès. Y es así como el Carnet de bal d’une courtisane fue reeditado en 2005 por su editorial al mismo tiempo que  Le noir est une couleur (El negro es un color). En esta libreta ella anotaba todo. El desarrollo de los encuentros, los nombres de sus clientes, los precios, la piel, las manías, la longitud del sexo, las preferencias de cada uno, los vicios, las esperas, los deseos.

—“Charlie, grande y barbudo con una pequeña barba pelirroja, gran coche amarillo, dedo en el culo. Negocios en Franckfurt. 80 francos”.

—“Alec, hombre pequeño, dulce y atormentado, antiguo militar arrepentido, eyaculación precoz, 60 francos”.

—“François, cineasta, masoquista, enviado por Chantal –se ata él mismo con una cuerda–azotarle las nalgas y por encima de los muslos, chupar –vestirse con botas– larga ceremonia visual intelectual, 200 francos”.

—“Billal, árabe gentil de edad madura –sexo muy grande, largo– folla a lo papá/mamá. 60 francos. No da más que 50”.

Grisélidis defenderá el ejercicio de la prostitución hasta el final. Proclamará que “es la salud mental de los hombres”, dará conferencias en universidades, no dejará de militar a favor de las meretrices. Del deseo, de lo sagrado y de la transgresión. “El Sexo es un órgano mágico en comunión con la tierra y la muerte”, escribió en uno de sus muchos artículos militantes. Hará de la prostitución la materia de sus libros y la alabará escandalosamente –“un arte, un humanismo, una ciencia”– a condición de ser una elección libre, aclarará. Su último cliente, luego de tres décadas de ejercicio, la visitó en diciembre de 1995, a sus sesenta y seis años. Era un obrero español que le pagaba 50 francos suizos y se iba “con una sonrisa sencilla y agradecido”, escribió el 16 de enero de 2005. Para ese entonces ya hacía tres años que el cáncer la retenía “entre sus garras”. Cuenta Igor que “al final de su vida Grisélidis cambió, ella tenía una vertiente provocadora y chocante de la que ya no tenía necesidad, la dejó completamente de lado. Cuando supo que la muerte estaba cerca, se volvió una persona mucho más noble, más digna”.

Marianne Schweizer trabaja en Aspasia, una asociacion de defensa de las prostitutas fundada por Grisélidis en 1982. Recuerda esa época, cuando la observaba acariciarse el vientre como una gata malherida y decir “que le dolía la panza”, un modo de no nombrar al cáncer de estómago que la desgarraba. “Fue una mujer muy valiente, un ser muy entero, de una gran humanidad y que hasta último momento estuvo en contacto con la realidad de sus colegas, a las que tanto defendió” –evoca desde Ginebra.

“Treinta años de prostitución marcan, desgastan el cuerpo y el alma y, sin embargo, ofrece un inmenso amor de la vida y el respeto humano por los sufrimientos del Otro, y si el más allá existe, deseo bailar allí músicas cíngaras, beber alcoholes maravillosos y reencontrar a mis hombres, aquellos a los que amé, aquellos a los que odié, ayudé, alivié, esperé, consideré, rechacé, reconforté por encima de todos los prejuicios, los tabúes, las hipocresías de esta moral enferma e inhumana de la que me evadí en busca de más libertad, aunque tuviera que responder con la vida”. Así concluye su propia oración fúnebre.

Grisélidis Réal se soñó gitana, habitante de una isla desierta, alga ebria, bailarina negra, pero fue –todo junto– la reina de la provocación, una mujer golpeada y, sobre todo, alguien rabiosamente libre. Un ser vigoroso y decadente a la vez. “Usted tuvo una vida loca, una vida desmesurada, revuelta, magullada y conmovedora. Quiso serlo todo al mismo tiempo: prostituta, madre de cuatro niños, amante, escritora. Quería arrancarle todo a la vida, usted no se arrepintió de nada. Esta vez, la vida os es devuelta”, fueron las palabras leídas por Jean-Luc Hennig el día en que el cuerpo de Grisélidis fue trasladado al cementerio de los Reyes y depositado a pocos metros del de Jorge Luis Borges, “el príncipe de los escritores argentinos”. Siempre imperial en su desgarro, se mantuvo implacable frente al dolor hasta la lucha final que la dejó postrada y enferma. Grisélidis, la puta revolucionaria, se sirvió de su palabra y de su cuerpo para transformar el espacio de todas las derrotas en una pasión a la vez desvastadora y vital. Un empeño que fue su gozo, su precio, y su tumba.




Renée Kantor es una periodista argentina radicada en Francia. Sus artículos han sido publicados en medios de América Latina, España, Alemania y Francia. También se desempeña como traductora y redactora para agencias de comunicación. Obtuvo un Máster en Medios y Comunicación en Université Paul Valéry-Montpellier I 

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