No importa qué orientación política tengas: los temas de trabajo sexual, explotación sexual, prostitución y trata sexual parecen un nudo gordiano. Mientras escuchas a un grupo de activistas y te crees sus datos de buena fe, todo va bien. Pero al minuto escuchas a otro grupo de activistas con otros argumentos y datos diferentes y las cosas cambian. La forma como estos temas se entrecruzan lleva a contradicciones insostenibles que hacen que todo avance parezca imposible. Lo que predomina son los pulsos y las grescas.
Hace veinte años planteé por primera vez dos cuestiones que siguen inquietándome hoy. La primera se puede responder: ¿qué hace que una mujer que vende sexo sea tratada como descarriada, marginal, incapaz de hablar por sí misma, no merecedora de ser tenida en consideración si habla, invisible como miembro de la sociedad? La respuesta es que carga con un estigma. La segunda cuestión es un corolario de la anterior: ¿por qué la mayor parte de los debates públicos se centran en leyes y regulaciones destinadas a controlar a estas estigmatizadas mujeres en lugar de en reconocer su autonomía? La respuesta a esta segunda pregunta no es tan sencilla.
Me he visto movida a hacer estas consideraciones tras el asesinato de alguien a quien yo conocía, Eva-Maree Kullander Smith, también llamada Jasmine. Matada en Suecia por un ex-pareja enfurecido, Eva-Maree fue también víctima de la muerte social que cae sobre las trabajadoras sexuales, o como prefiráis llamarlas. Inmediatamente después de su muerte, los activistas en defensa de derechos culparon a la ley de prostitución sueca, ley que es promovida en todas partes como la mejor para las mujeres. Mi propia reacción fue un terrible sentimiento de abatimiento al darme cuenta de cómo el concepto de “industria del rescate”, acuñado durante mi investigación del “salvamento” de mujeres que venden sexo, era más adecuado de lo que nunca hubiera pensado.
Los asesinatos de trabajadoras sexuales son atrozmente frecuentes, incluyendo los asesinatos en serie. En Vancouver, Robert Pickton mató hasta 26 entre 1996 y 2001 antes de que la policía se preocupara lo suficiente para tomar cartas en el asunto. Gary Ridgway, convicto de matar a 49 mujeres en los ochentas y los noventas en el estado de Washington, dijo: “escogía prostitutas porque pensé que podría matar tantas como quisiera sin ser detenido”. Infames declaraciones por parte de la policía y los fiscales incluyen la del Fiscal General en el juicio de Peter Sutcliffe de 1981 por el asesinato de al menos 13 mujeres en el norte de Inglaterra: “Algunas eran prostitutas, pero quizás la parte más triste de este caso es que algunas no lo eran”. Pudo decir esto a causa de la ubicua creencia de que el estigma aplicado a las mujeres que venden sexo es real, esto es, que las prostitutas son realmente diferentes de las otras mujeres.
Me centro en las mujeres de forma deliberada. Todos los que hacen propuestas políticas en torno a la prostitución son conscientes de que hay hombres que venden sexo, pero no les interesan los hombres, que sencillamente no sufren la desgracia y la vergüenza que cae sobre las mujeres que lo hacen.
Estigma y descalificación
Muchas personas tienen sólo una vaga idea de lo que significa la palabra “estigma”. Puede ser una señal en el cuerpo de una persona —una marca física o una letra escarlata. Puede ser el resultado de una enfermedad como la lepra, en cuyo caso la persona afectada no pudo evitar el contagio. A propósito de su selección de víctimas, Sutcliffe dijo que podría decir por la forma como andaban las mujeres si eran o no sexualmente “inocentes”.
El estigma puede ser también la consecuencia de conductas que se considera que implican una decisión, como usar drogas. Para Erving Goffman, las identidades de los individuos se “echan a perder” cuando se revela el estigma. La sociedad procede a desacreditar al estigmatizado —llamándoles desviados o anormales, por ejemplo. Etiquetadas con el estigma, las personas pueden sufrir la muerte social —la inexistencia a los ojos de la sociedad— si no la muerte física en cámaras de gas o asesinatos en serie.
A finales de los noventa me pregunté por qué un grupo de migrantes que aparecía a menudo en los reportajes de los medios y que yo conocía bien personalmente, estaba ausente de la literatura académica sobre la migración. Llegué a entender que las mujeres migrantes que venden sexo eran descalificadas como sujetos de migración, mediante cierto proceso quizás inconsciente por parte de académicos y editores de periódicos. ¿Era tan grave el estigma inherente a la venta de sexo que era mejor no mencionar en absoluto a estas migrantes? ¿O pensaba la gente que la venta de sexo debería llevar cualquier cosa escrita en relación a ella a otro terreno, tal como el del feminismo? Cuando envié un artículo a un periódico de migración abordando esta descalificación, La desaparición de una categoría de migrantes: las mujeres que venden sexo, pasaron dos años y medio hasta que fue publicado, probablemente a causa de que el editor no pudo encontrar revisores que quisieran tratar con mis ideas.
De los muchos libros sobre prostitución que leí en aquel entonces, la mayor parte desechaban la posibilidad de que las mujeres que venden sexo pudieran ser racionales, normales, pragmáticas y autónomas. Las excusas seguían un patrón:
- Las mujeres no entendían lo que estaban haciendo por falta de educación.
- Padecían falsa conciencia, es decir, la incapacidad de reconocer su propia opresión.
- Eran adictas a drogas que ofuscaban su cerebro.
- Habían sido seducidas por chulos.
- Estaban manipuladas por sus familias.
- Tenían un daño psicológico, de forma que hacían juicios erróneos.
- Si eran migrantes, pertenecían a culturas atrasadas que no les daban opciones.
- Eran coaccionadas y/o forzadas a viajar por malas personas, de forma que no eran auténticas migrantes, y no había que tener en cuenta sus experiencias.
- Como habían sufrido un lavado de cerebro por sus explotadores, no había que creerse nada de lo que dijeran.
Esta serie de descalificaciones llevaba a una gran laguna en la literatura de ciencia social y en los medios más importantes, mostrando el poder de un estigma que tiene su propio nombre —el estigma de puta. Dado el deterioro de las identidades de estas mujeres, otros se sentían llamados a hablar por ellas.
Industria del rescate, regímenes legales y estigma
De la persona que tiene una profesión o que hace una campaña destinada a ayudar a los demás se dice que encarna lo mejor de la humanidad —benevolencia, compasión, desinterés. Pero los auxiliadores asumen identidades positivas muy alejadas de aquellas otras identidades estropeadas por el estigma, y los beneficios se acumulan sobre ellos: prestigio e influencia para todos y empleo y seguridad para muchos. Muchos creen que los auxiliadores siempre saben cómo ayudar, incluso cuando carecen de experiencia personal de la cultura o la economía política en la que intervienen. Lo que yo puse de manifiesto fue cómo, a pesar del gran número de personas dedicadas a salvar prostitutas, la situación de las mujeres que venden sexo no mejora nunca. La Construcción de identidades benevolentes mediante la ayuda a las mujeres que venden sexo fue la clave que desbloqueó mi comprensión de la Industria del Rescate.
Los abolicionistas hablan continuamente de la prostitución como violencia contra las mujeres, establecen proyectos para rescatar a las trabajadoras sexuales e ignoran la disfuncionalidad de mucho de lo que se concibe como “rehabilitación”. El abolicionismo contemporáneo se centra en gran parte en el rescate de mujeres que se dice que son víctimas de trata, poniendo su objetivo en las mujeres transeúntes y migrantes que mencioné antes, mujeres que ahora han desaparecido por completo de los relatos de violencia contra las mujeres. Aunque mucho de esto se pone bajo la bandera del feminismo, es mejor descrito como maternalismo colonialista.
En el abolicionismo clásico, el estigma de puta es considerado consecuencia del patriarcado, un sistema en el que los hombres subyugan a las mujeres y las dividen en buenas, aptas para el matrimonio, y malas, aquellas que son promiscuas o venden sexo. Si la prostitución fuera abolida, el estigma de puta desaparecería, se dice. Pero los movimientos contemporáneos contra el insulto de puta, la culpabilización de la víctima y la cultura de la violación muestran claramente cómo el estigma de puta es aplicado a mujeres que no venden sexo en absoluto, así que esa pretensión está poco fundada. En cambio, la aversión del abolicionismo hacia la prostitución probablemente refuerza el estigma, a pesar de la degradación de la prostituta al estatus de víctima desde el de transgresora que tuvo una vez.
Bajo el prohibicionismo, aquellos implicados en sexo comercial son penalizados, lo que directamente reproduce el estigma. Bajo este régimen, la mujer que vende sexo se pone deliberadamente al margen de la ley, lo que, curiosamente, le proporciona cierta autonomía.
Para los defensores de la despenalización de todas las actividades de sexo comercial, la desaparición del estigma de puta derivaría del reconocimiento y normalización de la venta de sexo como trabajo. Todavía no sabemos cuánto tiempo tardará en desaparecer el estigma en aquellos lugares donde algunas formas de trabajo sexual han sido despenalizadas y reguladas: Nueva Zelanda, Australia, Alemania, Holanda. Dada la potencia del estigma en todas las culturas, una esperaría que disminuyera de forma desigual y con una velocidad lenta aunque constante, como ha ocurrido y sigue ocurriendo con el estigma de la homosexualidad en todo el mundo.
Las leyes sobre la prostitución y las moralidades nacionales
Expliqué in extenso mi escepticismo acerca de las leyes sobre la prostitución en un artículo académico, El sexo y los límites de la ilustración: la irracionalidad de los regímenes legales para controlar la prostitución. Todas las leyes sobre la prostitución están concebidas como métodos para controlar a las mujeres que, antes de que se implantaran las ideas de victimización, eran consideradas figuras poderosas y peligrosas asociadas con rebelión, revuelta, carnaval, subversión, poder espiritual e inmoralidad calculada. Los debates sobre las leyes acerca de la prostitución, en cualquier lugar en que tengan lugar, tratan acerca de cómo manejar a las mujeres: ¿es mejor permitirlas trabajar en la calle o limitarlas a espacios cerrados? ¿A cuántos locales de lap-dancing habría que conceder licencia y dónde deberían estar situados? ¿En los burdeles, con qué frecuencia deberían ser examinadas las mujeres para controlar las infecciones de transmisión sexual? La retórica de ayudar y salvar que rodea a estas leyes contrasta con los esfuerzos del Estado por controlar y castigar; la primera estación para las mujeres detenidas en redadas en burdeles o rescates de víctimas de trata es una comisaría de policía. Las leyes sobre prostitución generalizan los supuestos de peores casos, lo que lleva directamente al abuso de la policía en la mayoría de los casos, que no son tan graves.
En teoría, bajo el prohibicionismo las prostitutas son detenidas, multadas, encarceladas. Bajo el abolicionismo, que permite la venta de sexo, un fárrago de leyes, ordenanzas y regulaciones da a la policía una miríada de pretextos para hostigar a las trabajadoras sexuales. El regulacionismo, que quiere mitigar el conflicto social legalizando algunas formas de trabajo sexual, considera las formas no reguladas como ilegales (y raramente garantiza derechos laborales a las trabajadoras). Pero las excentricidades abundan por todas partes, convirtiéndose en una burla de esas leyes teóricas. Incluso la abierta y permisiva industria del sexo japonesa prohibe la “prostitución”, definida como sexo coital. Y en años recientes ha surgido una ley híbrida que hace ilegal pagar por sexo a la vez que permite venderlo. Sí, es ilógico. Pero la contradicción no carece de sentido; está ahí porque el objetivo de la ley es hacer desaparecer la prostitución debilitando el mercado mediante una absurda ignorancia de cómo funcionan los negocios del sexo.
La discusión de las leyes sobre la prostitución tiene lugar en contextos nacionales donde la retórica a menudo se remonta a las nociones esencialistas de moralidad, como si en este mundo ampliamente intercomunicado, de cultura híbrida, fuera todavía posible hablar de un auténtico carácter nacional, o como si los valores del “padre fundador” debieran definir a un país para siempre. Un interviniente en la reciente vista del Tribunal Supremo canadiense sobre la ley de prostitución argumentó que la despenalización desafiaría los valores fundacionales de “la comunidad canadiense”: “que las mujeres requerían protección frente a la actividad sexual inmoral en general y a la prostitución en particular” y “una fuerte desaprobación moral de la prostitución en sí misma, con vistas a promover la igualdad de géneros”. El enfoque nacional choca con las campañas antitrata, que no sólo dicen utilizar la ley internacional, sino que patrocinan intervenciones imperialistas de ONGs occidentales en otros países, sobre todo en Asia, con los Estados Unidos asumiendo un familiar papel de entrometidos con respecto del resto del mundo.
Igualdad de género, feminismo de Estado e intolerancia
En la actualidad se acepta de forma rutinaria que la igualdad de género es un principio valioso, pero el término es tan amplio y abstracto que tras él se oculta una hueste de ideas diversas, contradictorias e incluso autoritarias. La igualdad de género como objetivo social deriva de una tradición de valores feminista burguesa acerca de por qué hay que esforzarse y cómo hay que comportarse, en particular por lo que se refiere al sexo y la familia. En esta tradición, las parejas comprometidas por amor que viven con sus hijos en familias nucleares son los ciudadanos ideales de la sociedad, que deberían también endeudarse para comprar casas y conseguir educaciones universitarias, emprender “carreras” vitalicias y someterse a los gobiernos elegidos. Aunque muchos de estos valores coinciden con las medidas gubernamentales de larga duración encaminadas a controlar la sexualidad y la reproducción de las mujeres, cuestionarlos es visto con hostilidad. Lo que se supone es que los estatus quo gubernamentales nacionales serían aceptables sólo con que las mujeres tuvieran en ellos igualdad de poder.
La igualdad de género comenzó a ser medida por la ONU en 1995 sobre la base de indicadores en tres áreas: salud reproductiva, autonomía y mercado laboral. Hay infinidad de argumentos en torno a todos los conceptos implicados, siendo vistos por muchos como favorecedores de un concepto occidental de “desarrollo humano” ligado a los ingresos. (Cómo definir la igualdad es también una cuestión controvertida). Hasta hace un par de años, el índice se basaba en el ratio de mortalidad maternal y en la tasa de fertilidad de adolescentes (para la salud), reparto de escaños parlamentarios por sexos más nivel de educación secundaria/superior (para autonomía) y participación de las mujeres en la fuerza de trabajo (para las cuestiones laborales). Con estos indicadores, que se centran en una estrecha gama de experiencias vitales, los países del norte de Europa alcanzan la máxima puntuación, lo que lleva al mundo a mirar hacia ellos en busca de ideas progresivas acerca de la igualdad de género.
En estos países se manifiesta cierto grado de feminismo de Estado: la existencia de puestos en el gobierno con el cometido de promover la igualdad de género. No sé si es inevitable, pero es ciertamente general que la política promovida desde tales puestos termina siendo intolerante hacia diversos feminismos. Las feministas de Estado simplifican asuntos complejos mediante pronunciamientos presentados como el modo feminista definitivo y correcto de entender cualquier tema de que se trate. Aunque aquellas personas nombradas para tales puestos deben demostrar experiencia y formación, deben ser también conocidas de las redes sociales influyentes. No es de extrañar que muchas personas nombradas para tales puestos provengan de generaciones para las que el feminismo significó la creencia de que todas las mujeres de todas partes compartían una identidad y una visión del mundo esenciales. A veces esto se manifiesta como feminismo extremista, fundamentalista o autoritario. Suecia es un ejemplo.
Suecia y la prostitución
La población de tan sólo nueve millones y medio de personas está dispersa por una gran extensión de territorio, e incluso la mayor ciudad es pequeña. En la historia de Suecia se buscó pronto la eliminación de la desigualdad social (las diferencias de clase), y hoy día la mayor parte de la gente tiene el aspecto de clase media y actúa como tal. La corriente principal es muy amplia, mientras que las márgenes sociales son estrechas, estando casi todo el mundo empleado y/o apoyado por diversos programas gubernamentales. Aunque la utopía sueca del Folkhemmet —el “hogar del pueblo”— nunca se alcanzó, sobrevive como un símbolo poderoso y un sueño de consenso y paz. Casi todas las personas creen que el Estado sueco es, si no realmente benevolente, al menos neutral, incluso reconociendo sus imperfecciones.
Tras el fin de la mayor parte de las diferencias de clase, se tomó como objetivo acabar con la desigualdad basada en el género (las diferencias raciales/étnicas eran un tema menor hasta el reciente aumento de la inmigración). La prostitución se convirtió en tema de investigación y publicaciones del gobierno a partir de los años setenta del pasado siglo. Durante los noventas, la erradicación de la prostitución llegó a ser vista como una condición necesaria para la conquista de la igualdad hombre-mujer y realizable en una sociedad pequeña y homogénea. La solución que se vio fue prohibir la compra de sexo, conceptualizada como un delito masculino, a la vez que se permitía la venta de sexo (ya que las mujeres, en tanto que víctimas, no deben ser penalizadas). El vehículo principal no consistiría en detenciones y encarcelaciones, sino en un sencillo mensaje: en Suecia no queremos prostitución. Si estás implicadx en la compra o venta de sexo, abandona esta conducta nociva y ven a unirte a nosotrxs en una sociedad igualitaria.
Dado que la idea de que la prostitución es nociva ha perfundido la vida política durante décadas, negarse a aceptar tal invitación puede parecer algo equivocado y perverso. Acabar con la prostitución no se ve como una imposición de dictadoras feministas sino, al igual que el objetivo de acabar con las violaciones, como una necesidad obvia. Para muchos, la prostitución aparece también como algo incomprensiblemente innecesario en un Estado en el que hay tan poca pobreza.
Estas son las actitudes cotidianas que probablemente compartían los trabajadores sociales que entraron en contacto con Eva-Maree. No conocemos los detalles de la batalla por la custodia de sus hijos que había llevado a cabo durante años contra su ex-pareja. No sabemos lo competentes que eran una y otro como progenitores. Ella contó que los trabajadores sociales le dijeron que no comprendía que se estaba haciendo daño a sí misma vendiendo sexo. No existen protocolos escritos que decreten que las prostitutas no pueden tener la custodia de sus hijos, pero todos los padres son sometidos a evaluaciones, y el estigma de puta no pudo dejar de afectar a sus juicios. Para los trabajadores sociales, la identidad de Eva-Maree estaba estropeada, estaba desacreditada como madre en el terreno psico-social. Ella había insistido en tratar de obtener los derechos de madre y había logrado avances con las autoridades, pero su ex-pareja estaba furioso ante el hecho de que una escort pudiera obtener cualquier derecho e hizo todo lo que pudo para impedir que ella viera a sus hijos. El procedimiento de custodia establecido se infringió el día que ella murió, ya que los procedimientos establecidos no permiten que los padres en disputa se junten durante las visitas supervisadas con niños.
En un informe de 2010 evaluando la ley que penaliza la compra de sexo, se menciona el estigma en referencia a la respuesta que recibieron de algunas trabajadoras sexuales:
Las personas que están explotadas en prostitución refieren que la penalización ha reforzado el estigma de vender sexo. Explican que ellas han elegido prostituirse a sí mismas y no sienten que estén siendo expuestas involuntariamente a nada. Aunque no es ilegal vender sexo, se sienten perseguidas por la policía. Sienten que se les niega autonomía en la medida en que sus acciones son toleradas, pero su voluntad y su elección no son respetadas.
El informe concluye que estos efectos negativos “deben ser vistos como positivos desde la perspectiva de que el propósito de la ley es ciertamente combatir la prostitución”. Para aquellos obsesionados por la muerte de Eva-Maree, estas palabra suenan crueles, pero fueron escritas para un documento que intentaba evaluar los efectos de la ley. Los evaluadores no habían conseguido pruebas fiables de que la ley hubiera tenido ningún efecto, así que un aumento del estigma era al menos una consecuencia.
¿Ha conseguido este estigma que algunas mujeres —que de no ser por él lo habrían hecho—hayan renunciado a vender sexo y algunos hombres a comprarlo? Tal vez, pero es un resultado que ninguna evaluación pudo demostrar. El informe, en su original en sueco de 295 páginas, se compone en cambio de antecedentes históricos, repetitivas descripciones del proyecto y pormenores administrativos. Las afirmaciones que se hicieron más tarde en el sentido de que la trata ha disminuido bajo esta ley son también imposibles de demostrar, ya que no existen estadísticas previas a la ley con las que hacer comparaciones.
La lección no es que la ley sueca ocasionó un asesinato o que cualquier otra ley lo habría evitado. El estigma de puta existe en todas partes y bajo todas las leyes de prostitución. Pero de la ley sueca se puede decir que ha dado al estigma de puta una nueva racionalidad para los trabajadores sociales y los jueces: el sello de la aprobación gubernamental de un prejuicio inveterado. La ira de la ex-pareja contra el hecho de que ella se hiciera escort puede derivar en parte de su origen ugandés, pero Suecia no le estimuló a ver a Eva-Maree de una forma más respetuosa.
Algunos dicen que su asesinato es tan sólo otro claro acto de violencia machista y de defensa de privilegios realizado por un hombre que quería que ella fuera descalificada para ver a sus hijos. De acuerdo con este punto de vista, la ley se considera progresista porque combate la hegemonía masculina y promueve la igualdad de género. Esto es lo que más irrita a lxs defensorxs de los derechos de las trabajadoras sexuales: que el “modelo sueco” sea presentado como una solución virtuosa a todos los viejos problemas de la prostitución, en ausencia de cualquier prueba. Pero para aquellxs que comparten la ideología antiprostitución, la presencia o ausencia de pruebas carece de importancia.
El tratamiento que los medios dieron a estos incidentes reproduce el estigma con variaciones según las condiciones locales. La prensa sueca más importante no mencionó que Eva-Maree era una escort, porque haberlo hecho habría parecido que era culparla y ensuciar su nombre. En el caso de los asesinatos en serie de Ipswich (Inglaterra) la continua mención a la condición de prostitutas de las víctimas llevó a los padres de éstas a pedir que se usara el término “trabajadoras sexuales”. De un grupo de mujeres muertas en Long Island (Nueva York) se habló como si fueran casi “intercambiables —almas perdidas que se habían ido, en cierto sentido, mucho antes de que desaparecieran de hecho” (Robert Kolker, New York Times, 29 de junio de 2013). Una mujer asesinada recientemente cerca de Melbourne (Australia) fue llamada “la prostituta de St Kilda”, en vez de “trabajadora sexual” o incluso, sencillamente, “mujer”, en un lugar donde el concepto de trabajo sexual está en un camino lleno de baches hacia la normalización. Estoy hablando aquí de los medios importantes, cuyos artículos online se reproducen una y otra vez en internet, martilleando los estereotipos.
Los editores que añaden fotos a los artículos que tratan de la industria del sexo usan arquetipos: mujeres inclinándose sobre las ventanillas de los coches, sentadas en sillas de bar, de pie en medio del tráfico —resaltando las piernas, las medias y los tacones altos. Los editores hacen eso no porque sean demasiado vagos para buscar otras fotos sino para mostrar, antes de que leas una sola palabra, de qué tratan realmente los artículos: mujeres cuyo uniforme es el distintivo de una mancha interior. Igualmente, cuando los escritores y los editores usan el lenguaje estereotipado de un “mundo secreto”, “lado oscuro”, “infancias robadas”, “calles de mala muerte” y “fruto prohibido” no están tan sólo siendo sensacionalistas, sino apuntando al estigma: De esto es de lo que realmente trata esta noticia —del asqueroso y peligroso pero también eterno y emocionante mundo de las putas.
Cortar el nudo gordiano
No hace mucho fui invitada a hablar en la Feria de Libros Anarquista de Dublín sobre el tema del trabajo sexual como trabajo. El anuncio en Facebook provocó que algunxs despotricaran con violencia: traerme era antifeminista, contrario al socialismo y una traición al anarquismo. Yo escribí Hablar de trabajo sexual sin ismos para explicar por qué no discutiría los argumentos feministas en mi corta charla en Dublín. No estoy personalmente interesada en utopías y tras veinte años en la palestra la verdad es que sólo quiero discutir de cómo mejorar las cosas en el terreno práctico, aquí y ahora. Ninguna ley de prostitución puede abarcar la proliferación de negocios que existe en la industria del sexo de hoy en día o calcular los muchos grados de voluntariedad y satisfacción entre las trabajadoras. Las relaciones sexuales no pueden ser “determinadas” mediante una política de igualdad de género. Si yo fuera Alejandro delante del nudo lo cortaría así: a partir de este momento, todas las conversaciones comenzarán con la premisa de que no estaremos de acuerdo en todo. Buscaremos una diversidad de soluciones que se adapten a la diversidad de creencias, y no competiremos sobre qué posición ideológica es la mejor. Y lo más importante, daremos por supuesto que lo que todas las mujeres dicen es lo que quieren decir.
Fuente: http://elestantedelaciti.wordpress.com/2013/08/30/las-leyes-sobre-la-prostitucion-y-la-muerte-de-las-putas/
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