Os dejo estas reflexiones  de Arendt, es una de mis referencias en cuanto a pensamiento, y que me ayuda mucho a reflexionar. Fijaros: Arendt apelaba a que se escuchara a las personas que habían sido asesinos (los nazis), para intentar comprender y conocer. Si  ya ante una situación de esta envergadura que lo que más apetece por puro institnto es castigarlos y ya está ¿cuánto más no se debería de hacer con una ralidad social como la prostitución? ¿por qué en los debates feministas de la prostitución nunca estamos las prostitutas y nunca se nos escucha? Textualmente dicen algunas, que no hace falta escuchar a las prostitutas para saber que es la prostitución.. ¿por qué las instituciones cuando abordan políticas pñublicas de reinserciónno nos escuchan?...
Montse Neira
http://www.paradigmas.mx/hannah-arendt-la-banalidad-del-mal/
Cuando se piensa en filosofía, por lo general, se piensa en un círculo de eruditos sin relación con la realidad concreta y efectiva. Pareciera que la filosofía es entendida más como el lujo de realizar piruetas intelectuales y retóricas complejas extensamente elaboradas que como verdadero ejercicio reflexivo dentro de la sociedad. Lejos de algunas frases célebres de Nietzsche y de las cantaletas “marxistas” recitadas por jóvenes enemigos del Estado, no hay -o al menos no se hace tan evidente ni accesible- una noción de qué es lo que hace la filosofía de manera, digamos, “real” y actual.
Montse Neira
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http://www.paradigmas.mx/hannah-arendt-la-banalidad-del-mal/
Cuando se piensa en filosofía, por lo general, se piensa en un círculo de eruditos sin relación con la realidad concreta y efectiva. Pareciera que la filosofía es entendida más como el lujo de realizar piruetas intelectuales y retóricas complejas extensamente elaboradas que como verdadero ejercicio reflexivo dentro de la sociedad. Lejos de algunas frases célebres de Nietzsche y de las cantaletas “marxistas” recitadas por jóvenes enemigos del Estado, no hay -o al menos no se hace tan evidente ni accesible- una noción de qué es lo que hace la filosofía de manera, digamos, “real” y actual.
Esto se  debe posiblemente al soliloquio generado desde la propia academia.  Muchos colegas afirmarán que la sociedad actual desprestigia cada vez  más la educación y está quitando la filosofía de las aulas porque a los manipuladores de la sociedad no les conviene que personas puedan ser capaces de pensar; además de  que el actual sistema capitalista provoca la enajenación de las personas  y las convierte en seres autómatas incapaces de pensar. Y posiblemente  suceda que, en efecto, sea verdad, o, mejor dicho, posiblemente sea  demasiada verdad. Fuera de estas respuestas pre-programadas y  aparentemente críticas puede ocultarse también una nueva especie de   apatía y soberbia intelectual. La repetición incesante de estas frases  ha dejado de tener el efecto exitoso de años anteriores, en donde había  otro contexto social y otras circunstancias económicas. Muchas veces los  filósofos insisten en desvincularse de su realidad asumiendo este tipo  de frases vacías y aparentemente racionalizadas, volviéndose incapaces  poco a poco de juzgar los matices y bemoles de cada situación, pensando  que todo o casi todo puede ser resuelto en términos de qué fue lo que  dijo Platón en el décimo libro de la República. Sin embargo, la realidad  parece ser un poco más complicada que eso.
Pensar  la realidad concreta se vuelve especialmente difícil, sobre todo porque  en sociedades desarrolladas -en términos de velocidad de información- es  demasiado complejo realizar una evaluación pertinente de todas las  variables que están en juego. En este sentido, la pertinencia del  ejercicio filosófico consiste en realizar una abstracción que no  pretenda abarcar de buenas a primeras totalidades complejas; todo lo  contrario, la filosofía es la abstracción de un evento particular para  de ahí sacar ciertas huellas o señales que nos permitan hacer una  pregunta pertinente sobre un hecho particular. La filosofía tendría que  ser bajo esta lógica una disciplina mucho más modesta, pero no por ello  deja de ser deleznable. Y posiblemente uno de los mejores ejemplos que  nos hablan de esta nueva labor en filosofía esté en nuestra querida  Hannah Arendt.
En una  entrevista que se le hizo a Arendt, en el año de 1964, se le preguntó  por qué consideraba su pensamiento como teoría política y no filosofía, a  lo que ella respondió que, con excepción de Kant, todos los filósofos  nublan la relación entre la política y la filosofía. Para decirlo en  pocas palabras, Arendt pensaba que la filosofía echaba a perder los  razonamientos de las teorías políticas. Lejos de que la tradición  filosófica haya integrado el trabajo de Arendt como parte de la  filosofía, resulta curioso que ella misma se distanciara de cualquier  valoración que la acercara a algo parecido al ejercicio filosófico.  ¿Cuál es la diferencia que representaba Kant para Arendt? Bueno, en  principio de cuentas creo firmemente que haber nacido en Köningsberg  creó una especie de lazo con el ciudadano cosmopolita por antonomasia.  Pero alejándonos un poco de esta curiosidad podríamos recurrir a la  siguiente cita:
“Las  máximas privadas deben someterse a un examen gracias al cual descubro  si pueda hacerlas públicas. Insistir en el carácter privado de la máxima  es ser malvado; por lo tanto, la retirada del ámbito público es una  característica del mal”[1]
Aquello  que era privado, a juicio de Kant, era una forma del mal en la medida  en la cual aquel que estuviera alejado del diálogo público estaba  renunciando a la condición humana más fundamental: la sociabilidad por  medio de la comunicabilidad. Esto es, quien estuviera lejos de la  relación con los demás, fuera del diálogo y examen público, dejaba de  ser un humano para convertirse en otra cosa. El diálogo, la exposición  frente al otro era de vital importancia, sobre todo si consideramos que  es la única manera de poder convivir con él, vivir en aceptación y  armonía. Esto dicho simplemente así, sin más, suena bastante vacío si lo  pensamos detenidamente; es decir, podríamos pensar en un comercial de  Coca-Cola que nos causara más empatía que estas frases profundas pero  carentes de una localización histórica.
Sin  embargo, el marco en el cual Arendt retomaba estas nociones de la  filosofía kantiana era sumamente complicado, pues había ocurrido uno de  los eventos más interesantes de mitad del siglo XX: los juicios de  Núremberg. Y no sólo eso, sino que Arendt retomaba estas ideas en Kant  para entablar una conversación pública con quien habría sido uno de los  mayores enemigos en Europa: el nazismo. La idea de entablar comunicación  con el otro es una cosa; pero entablar diálogo público con aquel que  quiso asesinarme, provocó que huyera de mi país y fue la causa de un  genocidio… Bueno, posiblemente lo menos que querríamos hacer es hablar.
Arendt  reflexiona sobre las consecuencias de este comportamiento, pues, en  efecto, privar al otro de la palabra, privarlo del diálogo, niega de  tajo la posibilidad de comprenderlo. Y esta fue una actitud llevada  hasta sus últimas consecuencias por parte de la teórica, teniendo en  cuenta su ensayo publicado por el New York Times “A reporter in general”[2],  en el cual denunciaba el hecho de que prácticamente los juicios contra  los jefes nazis estaban definidos antes de haber tenido lugar. Arendt  recalca uno de los valores más significativos en el derecho, a saber,  que las leyes no pueden ser retroactivas; y, no obstante, en los juicios  hubo condenas por delitos que, propiamente, no estaban tipificados como  tal al momento de ser realizados.
Esto  causó bastante polémica, siendo para colmo que ella era judía. No  significaba, por supuesto, que Arendt estuviera a favor de los actos  violentos. No hay duda alguna en lo deplorable de los eventos y  comportamientos adoptados por el nazismo, así como la falta de  escrúpulos al momento de asesinar no a una persona, sino del exterminio  de casi un pueblo completo. Lo que sí habría que hacer, a su juicio, es  comprender las condiciones sobre las cuales esos eventos específicos  ocurrieron, cambiando la pregunta de “¿Cómo deberíamos de castigarlos?”  por la pregunta  “¿A qué se debe y qué implica el castigo a estos hombres?”.
¿Qué  supone que estemos castigando a unos hombres y los privemos de un  verdadero diálogo público? Bueno, en principio, podría pensarse como el  lado opuesto de la misma moneda, es decir, asesinar al otro anulándolo,  privándolo del diálogo (muy similar al nazismo). La única forma en que  podemos salir del círculo vicioso es al menos darle la palabra a aquel  con quien no estamos de acuerdo. Es en este marco de eventos cuando la  idea de comunicabilidad kantiana toma su complejidad y sentido, pero  también la dificultad intelectual de la empresa racional que alguna vez  la Modernidad tuvo la osadía de pensar; y hasta el día de hoy tendríamos  que preguntarnos si hemos estado a la altura de salir de la infancia  para pasar a la etapa adulta.
Encontrar  un punto en común a partir de la diversidad es posiblemente una de las  tareas más complejas, pues significa integrar lo disímil y encontrar en  él las concordancias. Por supuesto, se dice fácil. Si lo pensamos en  términos de darle voz a un general del nazismo, bueno, posiblemente en  ese caso se muestre una de las fortísimas implicaciones de integrar la  participación mutua, incluso ahí cuando el otro no sólo está en  desacuerdo con nosotros, sino que amenaza incluso nuestra vida. Pero  este principio parte de que, aún en condiciones extremas, la  participación del otro nunca puede quedar anulada. “Para Kant y  Sócrates, el pensamiento crítico se expone a sí mismo a «la prueba de un  examen libre y público», algo que supone que cuantos más participen  mejor”.[3]
No  se está hablando, por supuesto, de dialogar con el asesino o con el  violento y decirle: “Por favor, señor asesino, no nos mate; mejor  discutamos la situación”. Eso, evidentemente, sería ridículo. Significa,  antes bien, que una vez dadas las condiciones del diálogo -en el caso  de Eichmann, el momento de estar en juicio y apresado-, es preciso  conocer la mayor cantidad de voces para evaluar la situación con la  mayor pertinencia posible. Tomar una postura de manera apresurada  conlleva a repetir y ser una extensión del patrón de violencia al que se  nos ha sumergido. No bajar a Eichmann de asesino irracional es  posiblemente un crimen equivalente al que el nazismo realizó, en la  medida en la cual, en ambas situaciones, la anulación del otro, de su  habla, llevará irremediablemente a su muerte. En el caso de Eichmann  esto último se traduciría en la hora de su ejecución mediante un sistema  de leyes. 
No  es una casualidad de que en su reportaje para el New York Times, Hannah  Arendt haga una descripción de la muerte de Eichmann muy similar a la  escena en la cual Sócrates es forzado a beber cicuta. Cuando a Sócrates  le es presentada la oportunidad de escapar a su juicio y eventual  muerte, él la rechaza argumentando que ello equivaldría a una doble  injusticia. Eichmann asumía de manera estoica las reglas de un juego  que, en el orden de su razonamiento, no tenían sentido; propiamente él  no sabía que lo ocurría, era tan sólo un burócrata que daba incluso  lástima. Seguramente él pensaba que se estaba cometiendo una injusticia,  pues él sólo recibía órdenes que había jurado obedecer, era sólo un  móvil de la maldad, no su origen. Aún así, fue juzgado, pero no sin  antes revelar con claridad que se estaba cometiendo una doble  injusticia: se estaban creando unas reglas metódicas y arbitrarias del  asesinato premeditado, tal como el nazismo habría creado las propias.  Aceptar el irremediable destino era mostrar la incongruencia de las  acciones propias, pero también de los jueces.
He  walked the fifty yards from his cell to the execution chamber calm and  erect, with his hands bound behind him. When the guards tied his ankles  and knees, he asked them to loosen the bonds so that he could stand  straight, and when the black hood was offered him, he said, “I don’t  need that”. He was in complete command of himself. Nay, he was more: he  was completely himself.[4]
Eichmann,  al igual que Sócrates, quería morir. Él sólo estaba haciendo su trabajo  -Eichmann diría su deber- independientemente de que fuera bueno o malo.  No hacer lo que se le pedía era como pedirle que dejara de ser él  mismo. Por supuesto que sabía que estaba cometiendo actos atroces, pero  en el marco de su subjetividad histórica y política dichos actos tenían que  hacerse, con independencia de su parecer. ¿Qué tan libre era de  distinguir entre el bien y el mal cuando el nazismo recuperó una  confianza en Alemania habría entrado en decadencia a partir de la  desastroza Primera Guerra Mundial? Por supuesto, Eichmann era un móvil  del mal, pero no era el mal encarnado. Condenarlo no significaba anular  el mal: era prolongarlo y perpetuarlo.
 La banalidad del mal consiste  en darse cuenta de que es imposible localizar la maldad en personajes  específicos, como si éstos fueran el origen de las penas humanas. Arendt  apuesta por pensar el mal como algo que no está plenamente localizado  en tal o cual individuo, sino más bien como una lógica de la cual se  participa a veces incluso de manera involuntaria o inconsciente. Años  después esto se relevaría en el famoso Experimento de Milgram,  en el cual se muestra cómo es que los individuos aceptan ciegamente las  reglas de la autoridad. Cualquiera puede ser un móvil de la maldad;  Eichmann ciertamente lo era. Pero habría que distinguir si la ejecución  de un hombre era pertinente o si, por el contrario, habría sido mejor  comprenderlo y conocer todas las circunstancias que hicieron posible un  evento tan malévolo como el nazismo. Perdonar no es olvidar, sería tal  vez aprender. 
Hannah  Arendt sabía que Hitler no era el nazismo, sino que esta serie de  eventos era mucho más compleja. Decir cómodamente que el movimiento nazi  en Europa fue culpa de un solo individuo es un juicio que comete el  error de juzgar demasiado rápido. Por ello, lo importante sería más bien  preguntarse sobre cómo un evento tuvo lugar y cuáles eran los actores y  lógicas relevantes que operaron para que tuviera los efectos ocurridos.  Sólo en ese momento habremos pasado a la etapa adulta que Kant habría  incitado a alcanzar. La comprensión del otro, de aquello otro que no  conozco y me es semejante, es posiblemente la vía para reconocer la  complejidad con la que el mal se da en el mundo y, a la vez, muestra la  posibilidad de cortar con el círculo vicioso del sufrimiento humano. 
 
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