«Ellas lo saben, yo no me escondo. Ya soy mayor como para esconderme». Isabel, de 44 años, lleva ocho trabajando como prostituta en El Puerto. Llegó de Rumania para ganarse la vida y ayudar a su madre, a la que no ha visto desde entonces, y a su hija, que sí suele visitarla en verano. Trabaja para sí misma, no está bajo el yugo de ningún proxeneta, y asegura que las compañeras que ofrecen sus servicios en Valdelagrana, como ella, tampoco.
Isabel es la más veterana de un grupo que no llega a las diez mujeres, y como tal quiere expresar su opinión sobre la Ordenanza Municipal de Convivencia de El Puerto, en vigor desde el pasado mayo, que prohibe el ejercicio de la actividad sexual en la vía pública. Algo que las perjudica de lleno a ellas, aunque de momento no ha habido ningún caso que haya derivado en multa. Éstas pueden alcanzar los 3.000 euros, también para los clientes. A las inclemencias de trabajar en la calle les suman ahora el temor a ser sancionadas.
«No estoy de acuerdo con esa norma porque todo el mundo tiene derecho a comer aunque sea un trozo de pan. Yo no tengo otra opción, no hay trabajo, no hay nada. Hay chicas sudamericanas que están trabajando como criadas, internas en las casas, por 200 o 300 euros la que más. Con eso no se puede vivir, ni mandar dinero a casa».
De criada a prostituta
Ella misma comenzó así, sirviendo, cuando llegó de Rumania. Pero al poco tiempo la despidieron y no encontró otra salida que la prostitución, por la urgencia de mantenerse en España y enviar dinero a su familia. Dice que sus compañeras están en la misma tesitura.
En sus inicios tenía la trasera de la estación como punto de encuentro con sus clientes. Después de un tiempo lo cambió por Valdelagrana. Solo trabaja de día. Suele llegar sobre las diez de la mañana y se marcha a las ocho de la tarde. «Nunca me ha gustado arriesgarme. Y la noche es más peligrosa. Si ese día no hago nada, pues nada, me vuelvo a casa igual. No me complico la vida y pienso que mañana será mejor». Asegura que no hay problemas con el vecindario, pese a que la asociación vecinal denunció recientemente que había más trasiego de clientes.
«Eso no es cierto. No hay más clientes, sino todo lo contrario. Y nosotras estamos en un lugar apartado en el que no molestamos a nadie. Cuando llega un cliente, entramos en el pinar, no pasamos por delante de las casas. De hecho, los vecinos, cuando pasan, no nos dicen nada. Solo hay una vecina que insiste en hacernos fotos cuando estamos con los clientes. Pero con los demás no hay problemas. Y vamos a la gasolinera, compramos y todo bien. La Policía pasa de vez en cuando, para y nos pregunta qué tal estamos y qué tal el trabajo». Pese a que la crisis se ha dejado notar bastante en el bolsillo de los clientes y ahora es aún más complicado ganarse la vida como prostituta, Isabel sigue adelante.
150 euros para enviar a casa
Unos días con más, y otros con menos, pero con lo suficiente para pagar el alquiler, alimentarse y enviar parte de lo que gana a los suyos. Lo que se puede permitir, como mucho, son 150 euros al mes, que ayudan a mantenerse a su madre, anciana y con achaques de salud, y a su hija, que ha estudiado una carrera universitaria y ahora trabaja en un bar. En Rumania, las cosas no están mucho mejor. «Allí llevamos en crisis toda la vida. Si aquí estamos mal, allá es mucho peor».
Apoyadas por la asociación Pro Derechos Humanos de El Puerto, que les prestan asesoramiento jurídico y sanitario, Isabel y sus compañeras conocieron las intenciones del Ayuntamiento en una reunión en la que les presentaron el borrador de la ordenanza ya elaborado. Señala que apenas tuvieron opción a hacer sugerencias, o todas las que plantearon no fueron tenidas en cuenta. «¿Dónde nos podemos ir a trabajar? Dime tú, ¿dónde?. ¿A San Fernando? En San Fernando solo hay yonkis que pretenden pagarte cinco euros por un servicio? En El Puerto no hay otro lugar donde podamos trabajar en estas condiciones. Nos vienen clientes de Cádiz, Jerez, Sanlúcar, Chiclana y hasta Sevilla».
Sevilla, Madrid o Barcelona no están entre sus planes. «Yo ya no tengo veinte años. No conozco a nadie allí, hay mucha droga. Yo solo quiero trabajar tranquila el tiempo que me quede aquí». Porque, eso sí, tiene claro que cuando cumpla los 50 dejará la calle y regresará de vuelta a su país. «Ya no tendré edad para estar así. Quiero volver a Rumania, y que me mantenga mi hija!», dice entre risas.
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