La prostitución: una profesión legalizable y dignificable
Josep Martí
Durante las pasadas vacaciones estivales cayó en mis manos un pequeño artículo sobre la prostitución firmado por la socióloga Eulàlia Solé[1]en el que se reflejaba la mentalidad socialmente generalizada sobre esta problemática. El artículo me produjo una cierta indignación, pero no por su contenido, sino por el hecho de que fuese una profesional de la sociología su responsable, limitándose, en lugar de reflexionar, a asumir de manera plena y acrítica los valores sociales imperantes. Se condenaba la prostitución y a los que la ejercen ignorando que la causa verdadera del problema radica precisamente en la vigencia de estos valores sociales.
En el citado artículo, Eulàlia Solé rechazaba de plano la idea de legalizar la prostitución. Entendiéndola como surgida de la trata de blancas, abuso de menores, la explotación por parte de los proxenetas, la violación sexual, el hambre o la drogodependencia, se infería que "resulta moral y jurídicamente inaceptable" su legalización. En otra parte del artículo, se manifestaba ingenuamente que antes de pensar en la legalización de la prostitución habría que lograr que la sociedad pudiese ofrecer un trabajo digno y remunerado a toda mujer que lo desease.
Este tipo de argumentación, además de no representar ningún avance para la comprensión de los problemas que implican la práctica de la prostitución, pone claramente de manifiesto la ignorancia social -real o fingida- sobre la naturaleza de la problemática. En relación a la condena que sufre la prostitución hay que tener en cuenta dos aspectos fundamentales: a) La equiparación del ejercicio de la prostitución a una serie de efectos colaterales claramente censurables como la explotación, el abuso de menores o el comportamiento delictivo de los "protectores". b) El poco interés en dignificar una profesión que como tantas otras no hace sino satisfacer necesidades y proporcionar un medio de vida a quienes la practican.
Por lo que se refiere al primer aspecto de la problemática, resulta claro que todos estos fenómenos negativos que acompañan el ejercicio de la prostitución no se deben a ella en sí misma sino a la ausencia de un corpus legislativo que la regule. Parecidos abusos eran asimismo moneda corriente en los inicios de la revolución industrial, cuando se explotaba en las fábricas a hombres, mujeres y niños. Mientras no se considere legal la prostitución, la sociedad no se preocupará de aplicarle las mismas condiciones que son válidas para el mundo laboral legalmente establecido.
Pero íntimamente relacionado con el punto anterior se encuentra lo que yo creo que es el aspecto más importante de la cuestión. La idea propia de nuestra sociedad de considerar la prostitución como una práctica baja e indeseable. Aquí entramos ya en el ámbito de los valores, y como sabemos, no hay nunca valores que sean absolutos e inmutables. Es un hecho que nuestra sociedad considera la prostitución indigna, de manera que aquellos que la practican, a efectos prácticos, devienen verdaderos parias de nuestra sociedad. Pero nadie nos dice que ello tenga que ser desde siempre y para siempre forzosamente así. El ámbito de los valores surge como producto de la elaboración cultural de los datos que nos proporciona la experiencia. Se trata de elecciones culturales realizadas a lo largo de la historia que, como tantas otras cosas, pueden y en ocasiones deben ser replanteadas. La antropología nos ofrece un sinnúmero de ejemplos para la arbitrariedad de tantas costumbres y valores humanos. Basta que pensemos en el ámbito del pudor o el de la alimentación. El uso del velo femenino en las culturas islámicas o la misma evolución histórica del traje de baño en occidente nos demuestran la versatilidad a través del tiempo y del espacio de lo que se considera bueno o malo en materia de pudor corporal. Por lo que se refiere a los hábitos alimenticios, sabemos que hay culturas que devoran con deleite el pescado crudo, determinados gusanos, carne en estado de putrefacción u hormigas. Si el español se horroriza ante la idea de tener que consumir tales manjares, por otra parte no tiene reparo alguno en otorgar al conejo un puesto de honor en la mesa, algo que todo inglés que se precie considera abominable.
Toda cultura se ha ido forjando, pues, sus propias reglas y valores. La colectividad inventa las reglas e inventa también los valores sobre los que aparentemente se sostienen. En ocasiones, los códigos culturales son el reflejo de la forzosa interacción de la sociedad con su ecosistema, en otras son tan solo el producto de la necesidad social de contar con unas reglas por razones de identidad. La coherencia grupal y el funcionamiento del sistema deben mucho a estas reglas y valores aparentemente arbitrarios para el observador ajeno a la cultura. En este caso estas reglas serán más importantes por ellas mismas que, de hecho, por lo que puedan llegar a permitir o prohibir. Es decir, aquello que interesa en primer lugar es que existan reglas; aquí podemos hablar ya de una cierta arbitrariedad. Como resulta evidente, no debemos considerar negativamente ya por principio todo aquello que la cultura nos ha impuesto más o menos de manera arbitraria a lo largo de los siglos. Hoy por hoy, no veo la necesidad de iniciar una gran cruzada contra el hábito de usar los tan antinaturales bañadores en las playas o contra la repulsión -culturalmente adquirida- que sentimos los occidentales a alimentarnos de ciertos alimentos que para otras sociedades pueden ser muy apreciados. Pero cuando estos valores asumidos a lo largo de la práctica cultural de muchas generaciones implican injusticia social o una postura incoherente con la realidad que nos envuelve, entonces sí que emerge la necesidad de hacer un replanteamiento de los parámetros que regulan nuestra existencia. La cultura, a través de los códigos y valores que establece, determina nuestra vida, pero es la especie humana al fin y al cabo la única responsable de forjar esta cultura. Somos nosotros los que decidimos si es bueno o malo segar vidas humanas, si es o no aceptable discriminar por el color de la piel o si es o no permisible mantener relaciones sexuales fuera de la institución matrimonial. Un somero repaso de nuestra historia basta perfectamente para dar una idea de la ductilidad de estos valores. Que es posible cambiar la visión tan negativa que se tiene de la prostitución lo prueba el hecho de que no todas las culturas han censurado las relaciones carnales al margen de la familia o del amor. Sabemos, por ejemplo, que en la antigüedad grecoromana habían sacerdotisas que se prostituían como ejercicio de santidad para bien de su templo; y es harto conocida la tradición de algunos pueblos en la que se estipula ofrecer confort sexual a los visitantes que llegan de lejos como muestra de hospitalidad.
La prostitución implica la satisfacción sexual de un/a cliente bajo criterios mercantiles. Que se trata de una profesión socialmente "útil" lo pone en evidencia su misma existencia; véanse si no las páginas de anuncios de los periódicos, por cierto, uno de los mejores barómetros de nuestra sociedad. Los usos sociales que regulan las posibilidades de relación sexual permisibles y no mercantiles entre los individuos de nuestra cultura son a todas luces incapaces de garantizar la realización personal en este sentido de una buena parte de los miembros de la sociedad. La escritora Eulàlia Solé planteaba en su artículo la necesidad de que el sexo masculino estuviese dispuesto a renunciar a sus derechos y a satisfacer sus "urgencias" (sic) por cauces ni mercantiles ni violentos para así poder acabar con la prostitución. De acuerdo no obstante con los valores imperantes en nuestra sociedad relativos a la práctica de la sexualidad, ¿cuáles son estos cauces de los que nos habla la escritora? El modelo de sociedad samoana caracterizado por una gran libertad sexual no es precisamente el nuestro. Si la institución del matrimonio así como otros recursos socialmente aceptados no bastan para la satisfacción de las necesidades de parte de la población, bienvenida sea, pues, la prostitución.
Parece ser que nuestra sociedad aún no ha llegado a ser consciente de que la prostitución es precisamente la solución que históricamente ha escogido no tan sólo para poder ofrecer un recurso más de satisfacción sexual a sus miembros, sino también para poder dar estabilidad al matrimonio y con ello proteger a la familia, pieza fundamental de nuestra vida colectiva. Así, de facto, se opone la familia al mundo de la prostitución. Si la primera está marcada por el sello de la sacralidad -recordemos que existe el sacramento del matrimonio- la prostitución, por lógica estructural, debe estar marcada por el de la indignidad. Un mero juego de arbitrio cultural que contribuye al mantenimiento del sistema. No obstante, lo perverso de este sistema axiológico que tan útil se ha manifestado a lo largo de la historia reside en el hecho de que al declarar indigna la prostitución, se condena al mismo tiempo a todo un colectivo que, de hecho, no es sino una parte más del engranaje.
La injusta realidad de la prostitución es similar a otras muchas problemáticas surgidas de la arbitrariedad de la cultura. En el Japón tradicional, en el que por razones religiosas se consideraba impuro todo contacto con cadáveres, existían castas marginadas una de cuyas principales funciones consistía en ejercer oficios relacionados con la muerte y los cadáveres: eran los enterradores, los matarifes, los artesanos del cuero, etc. Hoy día, los descendientes de estas personas a los que se conoce con el nombre de burakuminsiguen siendo despreciados y sufren una injusta discriminación que les condena a la endogamia y al rechazo social[2]. Se trata de una problemática poco conocida fuera de las fronteras del Japón que afecta a unos tres millones de ciudadanos. Los burakumin continúan en muy buena parte ejerciendo las profesiones "indignas" de sus antepasados, profesiones necesarias para la sociedad japonesa pero que cuyo ejercicio despierta hoy todavía el horror de muchos connacionales. Requerir por una parte sus servicios y por la otra despreciarlos por el ejercicio de estas mismas profesiones no es tan sólo incoherente sino socialmente injusto y brutal. Al europeo puede parecerle totalmente injustificado que se pueda considerar impuro a un grupo y que se le recrimine el ejercicio de profesiones tales como las mencionadas -tan necesarias para la sociedad japonesa como para la occidental- y que como consecuencia los burakuminsean víctimas de una fuerte discriminación en muchos ámbitos de la vida social. Pero por otra parte, estos mismos europeos hacen algo parecido al considerar despreciable la práctica de la prostitución.
Hasta ahora se considera reprobable dar el propio cuerpo por razones ajenas al amor institucionalizado. Nadie nos dice no obstante que no podamos modificar esta visión si a cambio vislumbramos un beneficio social. La idea de la relatividad cultural aplicada a los valores no postula su inexistencia sino que implica sencillamente que es el ser humano al fin y al cabo quien decide sobre la pertinencia o no de estos valores. Más importante que los cánones establecidos sobre moralidad sexual me parecen los valores de respeto a la persona. Dar el propio cuerpo por razones ajenas al amor no tiene que ser reprobable siempre que no exista engaño y siempre que la persona que así lo disponga reciba a cambio un beneficio que ella misma considere satisfactorio por la acción realizada. En el artículo antes mencionado de Eulàlia Solé salía claramente a relucir que el ejercicio de la prostitución ocupa el grado más bajo de la escala de las posibles actividades laborales. Pero si tan necesario consideramos jerarquizar, resulta más inteligente creer en criterios de "utilidad social" como eje valorativo, antes que en los tradicionales criterios de moralidad sexual típicamente esgrimidos por nuestra sociedad cristiana. Según esta perspectiva, podemos estar seguros que la prostitución no ocuparía ni mucho menos los últimos lugares del ranking. Además, nos tendremos que ir acostumbrando poco a poco a no hablar tan sólo de "urgencias masculinas". Existe una prostitución femenina pero también existe una prostitución masculina destinada a satisfacer "urgencias femeninas". Y si hasta el momento ésta se manifiesta en menor medida que la primera es también en muy buena parte -a no ser que se crea en dudosos determinismos biológicos- a razones socioculturales. Es evidente que uno de los diferentes recursos para garantizar el dominio del hombre sobre la mujer es el de negarle estas urgencias. Si participamos de esta ideología contribuimos al androcentrismo que tan fuertemente ha marcado y sigue marcando nuestra sociedad. Si continuamos considerando indigna una profesión que ejerce sus funciones hasta el momento socialmente necesarias, contribuimos a perpetuar la situación injusta de un colectivo que no se merece la condición de marginalidad que se le impone.
El ejercicio de la reflexión colectiva es algo que ha caracterizado la especie humana desde sus inicios, y es a través de esta reflexión lo que permitirá que en un tiempo no muy lejano la prostitución acabe siendo considerada una profesión tan digna como las otras. Que no será ni un proceso fácil ni posiblemente alcanzable por una sola generación resulta evidente. Una cosa es la solución racional del problema y otra poder modificar una determinada manera de sentir que ha sido machaconamente inculcada a través de la enculturación a lo largo de la historia. De momento se pide su legalización aunque aún se tropiece con una voluntad social hipócrita que desea seguir creyendo en su amoralidad y en la calidad de parias de sus profesionales. Pero al mismo tiempo, debemos luchar por conseguir algo mucho más importante: su dignificación.
[2] Véase J. Martí, “Los burakumin, en la sociedad japonesa”, Revista Internacional de Sociología 16, 1997, pp. 183-203.
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