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En la calle Zurafa, en el centro de Estambul, unas pocas casas funcionan al mismo tiempo como hogar y lugar de trabajo de unas 125 prostitutas. Se trata de los burdeles legales más antiguos de Turquía, abiertos hace más de un siglo, durante la época del Imperio Otomano. Y ahora el Gobierno parece querer cerrarlos. “Si cierran los burdeles, habrá más enfermedades de transmisión sexual y más sida en las calles”, dice con seriedad y pragmatismo Sevval Kilic, en un restaurante no demasiado lejos de Zurafa. “Los burdeles se llevan la tensión sexual de las calles. No es romántico, pero es así”.
Kilic es una de las pocas personas que ha salido en defensa de las prostitutas de la calle Zurafa, que significa jirafa en turco, aunque también quiere decir lesbiana en jerga informal. La activista, que aparenta menos de sus 42 años, también ha sido trabajadora del sexo. Aunque ella lo hacía en otro lugar de la ciudad, en la calle Ulker, donde todas las prostitutas eran transexuales.
Kilic pide una ensalada, que come lentamente. Dice que está a dieta y se ríe. Es una mujer alegre que habla rápido, bromea continuamente y solo deja de sonreír cuando se refiere a su actual trabajo: defender los derechos de las prostitutas.
Cuenta cómo 17 burdeles se han visto obligados a cerrar recientemente por la presión policial.
Aunque no son un lugar ideal, al menos en los prostíbulos las mujeres están seguras, pasan controles médicos y tienen un hogar, enumera la activista. Si cierran, sus únicas alternativas son la calle, la violencia y las enfermedades.
El Gobierno actúa de esta forma por populismo, según Kilic. “La mitad de los votantes son unos hipócritas, les gusta que la gente crea que se comportan como conservadores, pero luego no lo son en realidad. Turquía es la meca de la hipocresía”.
Desde la terraza del restaurante se ve el Bósforo, que separa Asia de Europa y divide Estambul en dos. Al otro lado, un amplio ventanal da a la céntrica avenida Istiklal, una calle por la que se dice que tres millones de personas pasan en un día de fin de semana. El centro de la ciudad, lleno de bares, cafés, terrazas, tiendas y galerías, representa el Estambul cosmopolita y moderno que se siente el centro del mundo. Pero el resto del país es diferente, según Kilic. “Nosotros, en Turquía, no hemos pasado por la revolución sexual”.
Asegura que el 99,9% de los transexuales se dedican a la prostitución porque nadie los contrataría para otro empleo. Ella empezó a los 20 años, justo después de operarse. Lo dejó cinco años después, cuando conoció a un hombre que se la llevó de la calle Ulker. “Fue una historia mejor que la de Pretty woman, la película”, dice entre risas. “Pero tras un año como ama de casa me aburrí, me ofrecieron trabajar en esta organización de derechos humanos y acepté”. Kilic es miembro de la Fundación para el Desarrollo de los Recursos Humanos (IKGV, en turco). “Y si ahora lo dejara, no encontraría otro trabajo. Imposible”.
“Puedes retrasarlo, pero no puedes detener el tiempo y el momento llegará, también para la gente LGTB [lesbianas, gais, transexuales y bisexuales]. Conseguirán sus derechos como en cualquier país civilizado. El tiempo está de nuestro lado”, dice antes de perderse en el bullicio de la avenida Istiklal.
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