miércoles, 15 de mayo de 2013

La prostituta coja que leía a Neruda

LA PROSTITUTA COJA QUE LEÍA POESÍAS DE NERUDA
Las prostitutas maduras que paseaban arriba y abajo por la calle de las Tapias de Barcelona, lo hacían con vehemencia y pasión por el oficio. Adornaban sus torsos con minifalda ajustada marcando nalgas, medias de rejilla negra y zapatos de tacón alto para estilizar sus curtidos cuerpos. Eran prostitutas con profesión y mucha embocadura. Eran prostitutas con afición y hasta algunas, con buena conversación. Entre ellas estaba la Dolores, prostituta que cojeaba de la pierna izquierda y que leía poesías de Neruda mientras esperaba algún cliente para derivarlo al poco acogedor pero útil y práctico hostal en la umbría de una calle sombreada.
Aquellas pensiones olían a lejía y desinfectante. A veces, a salfumán corrosivo y caustico, que espantaba a las ladillas peleonas y juguetonas que solían agarrarse a las nobles y delicadas partes, adheridas entre las mugrientas sábanas que cubrían el pecado fornicador en un viejo camastro. Un espejo corroído por el moho presidia la estancia, casi opaco, que no acababa de reflejar bien los rostros, y que era reflejo vivo de sus cansadas miradas. Una bombilla de color rojo iluminaba el pensar ardiente como si fuera el detonante del deseo. Y un olor a rancio, que su fingida esencia disfrazaba de pasión. Aunque ese sabor fuese el sabor de mil besos, todos desconocidos y dados con el desagrado del prepago. Probablemente, besos que sabían siempre diferente, besos recién cortados de los lazos afectivos y emocionales, como sesgados por la falta de afecto y querencia más deseada.
En la curva del destino, en aquellas esquinas bordeadas de cantos satinados del viejo Barrio Chino de Barcelona, donde no se pagaba por hacer amistad, sino por fornicar y pasar el rato. Casa la Maña, Pensión Loly y otras muchas tantas, con sus portales de discreto umbral y acceso facultado para ciertos menesteres. Aquellas pensiones eran de suelos de baldosa roja y paredes pintadas de blanca cal, bendecidas por el diablo pecador, que configuraban el escenario tentador y vicioso del merodeador mujeriego habitual. Mientras, se veían pasar a las voluntariosas "palanganeras", auxiliares de protocolo del acto de amarrizar, con pensamientos de algún día de dejar esa clase de vida y ascender a "Madame", que era cargo más bien visto y mejor remunerado. Habían unas tiendas de comercios periféricos y adyacentes, que por lo fino; se llamaban: "condonerías, gomas y lubricantes, enfermedades venéreas y análisis completos".
En aquellas sórdidas habitaciones de aquellos enmohecidos y oxidados moublés, se lavaban las vergas fálicas donde se lavan habitualmente las manos. Manos, que luego iban al sagrado pan. Y se ve, que desde que Pilatos se lavo las manos, se produjo un efecto imitador que a todos les servía de excusa. Aquellas mujeres eran reinas y princesas en decadencia. Lo que pasa, es que no lo sabían, o preferían ignorar que lo advertían por ser inesperada y cruel su condición.
"A veces, los niños cafres de aquellos años las molestábamos sin querer:
- Señora prostituta, ¿me da la pelota?
- ¡Iros a la mierda niñatos, que me espantáis a los clientes!
- ¿Me compra un polo?
- -¡Anda y qué te lo compre tu padre!"
La falsa idiosincrasia natural del vicio oculto que siempre ha gravitado alrededor de la prostitución, del hombre con instinto primitivo, del hombre de basto paladar e hipócrita, hacían que los alientos tentadores más toscos del varón casado y padre de familia que engañaba a su mujer, emanaba el vicio del caño carnal y genital. Del soltero que presumía de cortesano, del asqueroso pederasta mirón y pajillero que se la meneaba con devoción en el espejo que le gustaba mirarse. Los hombres que expulsan al diablo por el prepucio, y desprecian a la mujer por no satisfacer su necesidad más ordinaria y vulgar, serán juzgados por Belcebú y Lucifer el día de pasar cuentas. Aunque en esto, habrá que esperar el momento oportuno.
Recuerdo en mi frágil niñez de borrosas recapitulaciones, a dos hombres viejos poco galantes, que estaban siempre apoyados por las esquinas de aquel Barrio Chino de los años setenta. Mientras escupían en el suelo y blasfemaban con imprudente temeridad y osadía, sintiéndose tan anchos y tan ajenos de su predicción y adivino del futuro.
-Antes no habían casas de relax, ni clubs "fashions" de chicas contorneándose en frías barras. Ni "escorts" de estas extranjeras.
"-¡Por Dios, "escorts"! ¡qué anglicismo! Vaya guarrada debe ser eso.
- ¡Diga usted que sí!
-¿Se acuerda usted de aquella prostituta coja que tenía a su marido en la prisión, y que decía que leía poesías de Neruda?
- Y tanto que me acuerdo. ¡Pues no me la ventilé veces a la coja!
-¿Y cuando no tenía clientes y se sentaba en una silla de mimbre y se ponía a comer gambas saladas, les arrancaba la cabeza y luego, las chupaba con delirio porque decía que el fosforo era bueno para la memoria?"
La prostituta Dolores, que cojeaba por una mala caída que había tenido en un accidente laboral, cuando trabajaba en la antigua fábrica de galletas María, iba por la vida con poca alegría y tristeza permeable adherida en su alma. Y le decía al posible cliente cuando se acercaba, haciendo de tripas corazón, con sus pupilas dilatadas y llorosas:
"- ¡Aquí hay cosa buena cachondo mío! ¿Vamos?
- ¿Lo haces sin condón?
- ¡No guarro, que una es prostituta pero no inconsciente!
¡A la lima y al limón, yo ya tengo quien me quiera! Cada prostituta tarareaba su canción que reflejaba su propia desventura.
- ¿Usted cree que se puede ser puta y honesta a la vez?
- ¡Y tanto! Cada cual se gana la vida como puede y como le dejan."
Las prostitutas buenas van al cielo y los canallas proxenetas al infierno en carros de fuego. En el Barrio Chino de Barcelona, cuando las aves cantaban en los árboles de aquellas callejuelas y plazoletas del arrabal, las mujeres prostitutas de entrados años comenzaban su jornada en peregrinación hacia la calle de las Tapias. Mientras, pensaban para sus adentros: ¡Esta sentencia mía, que triste cárcel! A veces, iban con la cabeza baja y lleno de llanto el semblante. Otras veces, la sonrisa forzada y fingida. Árboles de dura corteza y de frondosas hojas perennes, caían cuando llegaban los primeros fríos del otoño. Mientras, la puta coja Dolores, que leía poesías de Neruda, imaginaba que un cortés caballero se le acercaría un día y le dijera aquello de: "Me gusta cuando callas, porque estás como ausente".
Treinta años después, a ese niño le dio por escribir y contar historias como ésta que aquí se cuenta. La necesidad probablemente, apretaba como ahora, en estos tiempos convulsos y difíciles, de crisis que hacen aflorar todavía más las miserias. Quizás hayan cambiado los actores, pero no en demasía el escenario, que sigue mostrando en algunas callejuelas del hoy llamado Raval, las miserias de toda gran ciudad esconde. Mostrando entre entramados bastidores aquello que todo político desea cubrir con una fina capa de norma y reglamento hecha al uso. En estos tiempos presentes, las nuevas ordenanzas municipales no es probable que ahuyenten del todo el vicio y la lacra del mercadeo carnal. Ni tampoco sus ubicaciones más gregarias y tradicionales que se resisten a desaparecer. Pues cada metrópolis tiene su "Barrio Chino", a veces hecho a escuadra y cartabón. Mientras, la hipocresía y la endogamia de esta sociedad, que a veces no quiere mirar para no ver, hacen un tanto impía y escéptica la aplicación de la norma. Pues el cliente cazador y putero habitual, no desistirá de su afición y recreativo entretenimiento de apagar el fuego de la mala sangre, aunque se escude en la miseria de su necesidad. Siendo ahora las inmigrantes en su mayoría, las que ejercen a pie de calle, vistas solo por la ciudadanía más curiosa y observadora. Un hervidero y semillero de miseria y penurias siempre han sido los guetos, siempre difíciles de abrogar y suprimir en esta cruel práctica de explotación sexual.
De mil colores, mil, se puede pintar un paisaje, pero no se puede matar la sombra de su profunda y marcada silueta con un disimulado y pragmático pincel, a modo de desnutrido reglamento, que no acaba de adherirse al lienzo de esta tela abstracta e imprecisa que es nuestra sociedad. Donde nada es por casualidad, sino por causalidad.
Sergio Farras, escritor tremendista.

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